viernes, 5 de diciembre de 2014

MIGUEL AGUIRRE - Galería Pilar Serra (Madrid)


En no pocas ocasiones, principalmente cuando lo que contemplamos es pintura (figurativa, como es el caso) y su autor era desconocido para el observador hasta ese inicial momento, la primera impresión es siempre “costosa”: una extraña e inmanente falta de comunicación (o luz que abruma más que ilumina) parece interponerse entre nuestra mirada y aquello que a la misma obscenamente se exhibe. Se diría que de tan habituados como estamos a proyecciones fílmicas, o escenografías más “teatralizadas” que teatrales, o fotografías de deslumbrante prestancia, u objetos mil “tirados por el suelo” (no hay ironía alguna en la prosaica frase utilizada), el encuentro con la práctica pictórica nos pilla con el paso cambiado, o con la mente y pensamiento ligeramente afectados por cierto abandono destemplado (con remordimiento incluido) de una disciplina artística que yo amo profundamente. Pero lo cierto es que esta problemática no es nueva, o de nuevo cuño. En los años veinte un poeta y teórico del arte tan exquisito como Paul Valéry, y al inicio de un análisis en torno a la obra de Camille Corot, nos informa que “la pintura siempre tiene que pedir perdón”. Impresiona ciertamente conocer que en tan temprana y pictórica época Valéry ya supiera ver esta equívoca situación, muchas décadas antes de que la insinuada observación se hiciera realidad ante la incorporación de nuevas y vistosas manifestaciones artísticas.


El artista peruano Miguel Aguirre (Lima, 1971, vive en Tarragona desde hace unos años, si bien en la actualidad pasa frecuentes temporadas en su país) exhibe su tercera individual en la Galeria Pilar Serra, de Madrid, una muestra con el título de “Blancas juegan y ganan”. Sería absurdo, por obvio, indicar el origen de la frase servida como título, al igual que la utilización que el artista también hace del videojuego (que desconozco) “Tetris”, cercano este juego, parece ser, y debido a la singular presentación -por piezas- de las pinturas expuestas. He de confesar que, leídas varias veces las notas suministradas por la galería, no me ha quedado nada claro el anclaje de las obras con este videojuego (lógico, dada mi ignorancia al respecto), quizás un poco más en la (aproximada, más bien como un lejano perfume) relación de las obras -su juego espacial, quiero decir- con la sofisticada estrategia, territorial y mental, del ajedrez. Sea como fuere, considero que estas obras se defienden muy bien por ellas mismas, si bien incorporando, por descontado, los no pocos “juegos” otros, artísticos y estéticos, que su autor nos ofrece. De ahí que no considero de una especial relevancia e importancia significar en demasía las pinturas de Miguel Aguirre a través de unos referentes que, aun respetando la categoría otorgada por él a estas apoyaturas logísticas, no me parecen, en tanto que observador de la obra, de especial necesidad.


El origen de estas pinturas se puede calificar de “Realpolitik”: fotografías que cuestionan su propia naturaleza, extraídas en medios de prensa de diferentes personajes públicos por diversas razones, si bien presidentes de gobierno, o “poderosos” de la escena internacional, ocupan un lugar destacado. No faltan tampoco un premio nobel represaliado, o un personaje tan contradictorio como Edward Snowden. El tránsito de la fotografía a la pintura se materializa (pero también se escenifica) por un camino que se bifurca en, por un lado, acumulación (o impostación) de lo mostrado, y por otro en deflación de esa mima imagen -o “desvanecimiento” expresivo, toda vez que la factura pictórica de estos rostros evocan, y al mismo tiempo niegan, los rostros planos, o faltos de hondura dramática, de la pintura de Alex Katz. Ciertamente, la “Pintura de Historia”, o lo que desde el presente, y con cierta angustia no oculta, nos atrevamos a pensar o calificar como tal, únicamente puede resolverse por la doble vía de la parodia más rabiosa y brutal en cuanto a su significado, o bien por una frialdad semántica –el “desvanecimiento” expresivo citado- que, un poco a la manera del teatro de Brecht, más nos quema cuanto más se aleja y se distancia. Ahora bien, esos caminos que siguen su propio y natural discurrir ¿se encontrarán alguna vez? Sí, se encuentran, y donde menos se lo esperan: en una ausencia, en una mutilación, en un espacio en blanco, en una significación interrumpida y recortada. Lo puedo expresar de otra manera. No existen las pinturas “mutiladas”, pues esa extraña desviación en la jerarquía estética del arte, únicamente parece posible y plausible en la estatuaria clásica o en el abandono objetual de la contemporánea, una mutilación otra. Entonces, cuando es la pintura (por ella misma, una totalidad) la que se amputa deviene tan comprensible como el ejemplo más afamado que se nos ocurra, toda vez que la falta de cabeza, o de uno de sus miembros, se manifiesta en una multiplicidad de cuerpos inéditos. Quiero decir: “psicológicamente” inéditos. De ahí que los diferentes “posados” mutilados de estos personajes públicos únicamente pueden ser completados con una acumulación de planos pictóricos escindidos en dípticos, de tal manera que uno sea apéndice del otro, o que uno ejerza de potenciador psicológico de otro: el énfasis en un relajado y cinematográfico gesto (Cristina Fernández de Kirchner), la despiadada focalización de un encuentro en primaveral jardín (Tatcher y Reagan), la simpleza bobalicona de los Obama y ejerciendo de “apéndice” el anterior Papa de los católicos, el mafioso caminar de Putin por un desfiladero palaciego, o la exaltación ridícula en un “altar de la Patria” de un ser tan mínimo y absurdo como el fantoche que reina en Corea del Norte… Finalmente, al menos yo, he comprendido de qué va la “RealPolitik”: una devastación de perspectivas, una mutilación de su campo público y expresivo. Una mentira recortada y desenmascarada. No es poco si pensamos que la misma ha sido llevada a cabo por medio de una muy inteligente y compleja acción pictórica (mutilada). Ah, la siempre clásica y humilde pintura…, cuantas sorpresas, parece mentira, aún nos depara, aunque siempre tenga que estar pidiendo perdón por ser y existir.

 

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