miércoles, 29 de febrero de 2012

De la revuelta a la posmodernidad (1962-1982) -memoria, objeto de arte y destrucción semiológica del tiempo histórico-

Cortesía C.V.A.
“Al paso que la aceleración de la historia y la cultura desde el siglo XVIII hacía obsoleto, cada vez más deprisa, un número cada vez mayor de objetos y fenómenos, incluidos los movimientos artísticos, surgió el museo como la institución paradigmática que colecciona, pone a salvo, conserva lo que ha sucumbido a los estragos de la modernización. Pero, al hacerlo, es inevitable que construya el pasado a la luz de los discursos del presente y en función del interés del presente.
Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido

        Hasta la fecha la colección del Museo Nacional Reina Sofía ha sido presentada en tres ocasiones, correspondiendo a la tercera entrega, De la revuelta a la posmodernidad (1962-1982)en cartel ahora mismo, la responsabilidad (la adjetivación es intencionada) de exhibir la producción estética, nacional e internacional, que definiría a la colección como tal (queremos decir: en tanto que posesión) más prestamos con fecha de caducidad, cesiones más o menos oportunas, restos (valiosos) de diferentes naufragios de anteriores colecciones, e incluso, supongo, una lista nada desdeñable de obras que se encuentran en una especie de waiting list a la espera de aclarar, o solucionar, su auténtica condición legal. Estrategias museísticas, en definitiva, que poco han de importarnos, pues nuestra responsabilidad en tanto que espectadores es otra (y ahora traslado tan enojosa tarea a nosotros, we the people), si bien complementaria a la responsabilidad del Museo, y que esencialmente no sería otra que la activación de la alerta crítica ante el absolutismo de la visión que el Museo exhibe (y exige) como principio de Autoridad. Queremos decir: de la visión (museística) en tanto que instrumento ideológico de la comprensión de los procesos históricos, validando así el escenario (en la Historia, en el Tiempo, en lo Social) donde nace y se manifiesta todo objeto de arte. Naturalmente esa “alerta crítica” tan necesaria para el espectador  no va en detrimento, u anulación, del goce estético. Bien al contrario, lo enriquece y estimula. Dado que el museo (cualquier espacio que queramos definirlo como tal) embellece todo lo que exhibe, toda “alerta crítica” debería olvidarse, por innecesaria e inservible, de las cualidades formales de la obra, y centrar su observación de crítica y análisis en el destino histórico que el museo le otorga, interesadamente o no, sin equivocación o con ella. Y por “destino histórico” entiendo conceptos tales como “rescate del olvido”, o su condenación al mismo; pero también su actualización en el presente y puesta al día bajo nuevos ropajes y afeites teóricos. No menos importante, por supuesto, sería la proyección de futuro que el museo otorga a obras, autores y movimientos. Situaciones nada cómodas y agradables que el museo resuelve sabiendo que de todo aquello que se exhibe únicamente quedará el impacto visual, el agridulce sabor de la belleza (o la fealdad, que en arte contemporáneo viene a ser lo mismo), y dejemos ya la aburrida letanía de que el museo anula y cancela los (pretendidos) dispositivos críticos del objeto de arte en su enfrentamiento con el mundo. Por supuesto que  anula tan justos principios, pero para ello antes los ha ennoblecido con una auténtica condición aurática que únicamente el museo puede otorgar: la introducción del concepto de belleza en el tiempo histórico del espectador. A partir de esta premisa se vuelve imprescindible calibrar otros presupuestos, fugas alternativas y derivas diversas, diferentes críticas y lecturas otras.

          En relación a las anteriores lecturas que el Reina Sofía ha realizado de la colección la actual sea, probablemente, la que posee una jerarquía visual mejor organizada y documentada, al menos en términos de un visitante sensible e interesado en lo que se le muestra, máxime cuando la dialéctica tiempo histórico versus tiempo creativo va pautando el recorrido de la muestra de una manera tan eficaz como visualmente impactante, y más allá de la relativa facilidad del tiempo histórico/estético analizado con relación a otros periodos del presente siglo. Según vamos recorriendo las salas no observamos discrepancias significativas ante lo observado, y menos aún si nos atenemos a la extraordinaria calidad de muchas de las obras presentadas, pero entonces llegamos a las salas 6, 7, 8 y 9 de la planta 0 del edificio Nouvel, en la que se muestran, respectivamente, el Grupo Trama, Luis Gordillo, una especie de Rastro con título de tortuosa sintaxis: “Desbordamientos de la razón en una España en época de cambio”, con obras de Carlos Alcolea, Chema Cobo, los comics de Reimundo Patiño, Totó Estirado y Manolo Quejido. Por último, en la sala 9, y con título también muy potente, La toma de la calle: culturas underground en una época de cambios, nos encontramos con obras de Herminio Molero, Nazario, las fotos documentales de Miguel Trillo, Perez Villata (¿adivinan la obra seleccionada? Pues sí, han acertado, la inolvidable “Personajes a la salida de un concierto de rock”), para acabar con Almodóvar y McNamara cantando Suck it to me.

          Hasta las citadas salas todo iba perfecto. Se entendía muy bien la función del objeto, desestructurado y descolonizado, él también como las colonias africanas, de la esclavitud burguesa del pedestal. Al igual que la función, no menos liberadora, de las derivas poéticas europeas, con los artistas italianos del povera en muy merecido primer lugar, pero también los specific sites norteamericanos, y el tropicalismo de Oiticica (demasiado solitario: para una mayor comprensión de la espectacular pieza expuesta hubiera sido necesario contextualizarla mejor), o la magnífica sala del activismo artístico en América Latina, con la brillante inclusión del colectivo chileno C.A.D.A., prácticamente desconocidos en España, y precisamente por ello hubiera sido deseable un análisis más detenido de este colectivo, que si bien ya no se encuentra operativo, en su momento estuvo formado, entre otros, por quien hoy es una de las mejores novelistas latinoamericanas (Diamela Eltit), un magnífico poeta (Raúl Zurita), un muy concienciado sociólogo (Fernando Balcells), más la esencial ayuda de Nelly Richard como “compañera de viaje”.  Como extraordinarias son las salas dedicadas al primer feminismo plástico en España, y la que muestra al arte y política al final de la dictadura, o más en particular, por extraordinaria, la que documenta Los Encuentros de Pamplona. Sí, todo iba como la seda hasta llegar a las famosas y desgraciadas salas 6, 7, 8 y 9.
         Estamos totalmente de acuerdo con Jesús Carrillo cuando cierra el texto suyo que parece en el catálogo con la afirmación de que “la nueva presentación pretende mantener los interrogantes y la inquietud abiertos, para estimular el conocimiento de una época compleja y contradictoria, que aún es la nuestra”. El problema es que esa complejidad, tal como ha sido presentada, no existe en tanto que multiplicidad de derivas poéticas o formas de vida, pues el grado de momificación al que han sido sometidos obras y artistas dista mucho de ofrecer una mínima herramienta en la que situar esas obras en un proyecto de futuro, y consecuentemente la imposibilidad de leerlas desde la complejidad de un presente que se pregunta (nos preguntamos): ¿Tienen algo que decirnos, o su único valor (como así parece pensar el equipo curatorial que ha diseñado las salas) es rellenar unos determinados años de la historia de España, y así salvar el expediente en tanto que Museo, es decir: en tanto que lector de la historia estética, y reciente, de España? ¿Los integrantes del Grupo Trama no desarrollaron una obra posterior, que de haber sido expuesta, o mínimamente esbozada, hubiera canalizado de una forma más efectiva la comprensión de las pinturas creadas en aquellos años en tanto que Grupo? Dado que se ha optado por una revisión “en crudo” de los hechos el resultado es tétrico y desalentador: severas abstracciones que se dirían pintadas por las hijas de Bernarda Alba en estilo “Remordimiento Español”, y que de haber sido emplazadas junto a determinadas obras de El Paso y Dau al Set de esos mismos años se hubiera entendido mucho mejor el conceptualismo pictórico de Trama, pero también, especialmente, del Tápies conceptual de esos mismos años.  ¿Es justo el destino, en tanto que artistas, de Alcolea, Cobo, Quejido, Molero, Nazario, Pérez Villalta, e incluso Almodóvar y Fabio, convidados de piedra en la obstinada “jibarización” de sus obras y acciones, siempre repitiendo las mismas gracias y mostrando las mismas obras, conservados en un formol adolescente y de época? ¿No hicieron nada más después de aquellas movidas? ¿No está cansado Gordillo de hacer siempre de padre putativo de los pintores de finales de los 70 y principios de los 80? ¿No hay otras lecturas de su obra? ¿No hubiera sido más enriquecedora la sala de Gordillo si se le hubiera situado junto a obras de Arroyo, el Arroyo más “canalla, parisino y picabiano”, y junto a determinadas obras del Equipo Crónica?

          El equipo que ha llevado a cabo esta última reordenación de la Colección hace gala de una gran inteligencia expositiva, al igual que en las anteriores entregas, cuando lo que está en juego es situar al arte español dentro de una determinada corriente internacional, demostrando una gran sensibilidad estética e histórica en la interrelación y acoplamiento de lo local en el gran delta de los movimientos internacional en la invención de formas estéticas del siglo XX. Desgraciadamente esa misma eficacia baja muchos enteros cuando se trata de defender una determinada sensibilidad o singularidad local desprovista de puntos de referencia y contacto con movimientos similares de fuera de nuestras fronteras, optando, casi siempre, por dejar ese hipotético “genius loci” en la soledad de su propio “invento”, y sin más armas defensivas, argumentativas y conceptuales que su simple y triste inclusión en el río histórico de las formas estéticas. De ahí a la momificación improductiva el recorrido es mínimo. Probablemente nada sea tan sencillo, o tan complicado, como parece. Quizás lo que esté en juego sea algo mucho más angustioso y terrible, y que bien podríamos definir, citando una frase que aparece en el mismo ensayo de Huyssen con el cual iniciábamos este escrito, que “lo que está en cuestión es distinguir entre los pasados utilizables y los datos descartables”. La frase es brutal, en efecto, y si voluntariamente la hemos dejado para el final es debido a que la misma servirá (y mucho) para iniciar un nuevo análisis, presumible que así sea, del arte español en la Colección del Reina desde 1982 al 2002. Una futura entrega que será, tememos, y visto el falso cierre con que se ha rematado la actual, devastadora. Cuando llegue ese momento volveremos a recuperar la frase de Huyssen, pero también la maravillosa pieza de C.V.A (Juan Luis Moraza y María Luisa Fernández), Límite (implosión), una de las obras más inteligentes y hermosas del arte español del silgo XX, a pesar de estar emplazada en la última sala del recorrido, también de difícil comprensión, la que lleva por título El impulso alegórico, junto a obras de artistas tan dispares (entre ellos) como Gerhard Richter, James Coleman, John Baldessari o David Wojnarowicz. Muy fuerte, en verdad, tiene que ser la fuerza de esa tempestad alegórica para reunir en una misma cama a tan singulares ocupantes.  A esta última sala, y en concreto a la soberbia pieza de C.V.A, me refería cuando hace un momento he hablado de “falso cierre” en la actual entrega de la Colección.

NOTAS
(      Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido, Cultura y memoria en tiempos de globalización, FCE, México D.F., 2001 


         





martes, 21 de febrero de 2012

DOUG AITKEN, "Black Mirror", Galería Helga de Alvear (Madrid)

Cortesía: artista y Galería Helga de Alvear
        Si bien esta es la primera exposición comercial en España de Doug Aitken justo ahora hace dos años, en las naves del Matadero, pudimos contemplar su espectacular trabajo (todos son espectaculares, es marca del autor)The Moment, y que nos sirvió para ponernos en contacto con la obra de este artista norteamericano, tan singular como inteligente y reconocible. Tan peculiar como grandilocuente, y tan sincero y honesto en sus propuestas como “esclavo” de su propia retórica. Rasgos y características éstos que también están presentes, por supuesto, en este Black Mirror de impecable factura y de exacerbada y fastuosa visualidad.

         En la hoja informativa que la galería ofrece al visitante leemos que un posible
ideario con respecto a Black Mirror vendría significado y resumido en tres palabras o conceptos: “Exchange, connect and move on”. Traducido por el mismo espacio expositor como “Intercambia, conecta y sigue adelante”. No podemos estar más de acuerdo con
esta vitola, si bien añadiríamos una cuarta característica que nos parece esencial en la obra de Aitken, la velocidad. Y en este contexto por “velocidad” no entendemos tanto (que también) la magnitud física que expresa el espacio recorrido por por algo o alguien en la unida de tiempo, como aquello otro que debido a su ligereza o prontitud confunde dos cosas completamente distintas. En el caso de Aitken esa “confusión” es, por supuesto, deliberadamente provocada y estéticamente deseada, incluso en aquellas obras, así la muy famosa Sleepwalkers, que ambientada en la isla Tiberina de Roma, y con Donald Sutherland y Tilda Swinton como protagonistas, desarrollaba un discurso sobre la desolación de una gran intensidad y eficacia. Pues bien, incluso en esta pieza de melancólica y triste factura la “velocidad”, tal como la entendemos acoplada a la obra entera de Aitken, hace su aparición bajo la forma de confundir diversos campos semánticos y diferentes estructuras narrativas. Al respecto recordemos el conocido comentario de Freud con respecto a la música: “Música, te amo y te deseo, pero vas demasiado veloz para mi pobre inteligencia. No te sigo...”.

Cortesía: artista y Galería Helga de Alvear
        Contemplando Black Mirror (y extasiados por ello) podemos muy bien suscribir el muy irónico comentario de Freud. La pieza nos resulta, en verdad, muy bella, y placentera su visión, pero a su vez, y debido a su velocidad, !cuesta tanto seguirla...! Emplazado en medio de ese lujoso prisma exagonal revestido de espejos (con evocaciones tanto de una coqueta orangerie en bucólico parque, como de adusto y severo pabellón de caza), y donde cinco pantallas multiplican hasta el vértigo y el abismo (o la locura) el melancólico deambular de la protagonista de la película, nos preguntamos impacientemente cuando acabará tan solitario vagar por geografías diversas, y a quién telefonea, o es llamada, tan insistentemente, y por qué cambia tanto de lugar de residencia, y a quién sigue o quién la persigue, y ese trajín de aviones que aterrizan y despegan... Bien mirado, ¿y si el fin último de la pieza fuera precisamente provocarnos esa impaciencia y ansiedad, utilizando para ello esos desajustes formales, ambientales y narrativos, revestidos o transfigurados de costosa instalación de arte contemporáneo? Pudiera ser, si bien esta posibilidad nos llevaría a terrenos pantanosos y a no menos inciertas como molestas preguntas, y que se resumirían en una sola: ¿Y para eso tanto...? Sí, porqué no, en definitiva no es poco lo conseguido: activar el discurso crítico e intelectual ante lo observado. Pero Atkien no engaña a nadie, justo es reconocerlo. Sabemos por él mismo que la lógica de la narrativa tradicional (o simplemente entendible) no ocupa un lugar ni esencial ni secundario en la realización formal de la obra. Más interesado está en lograr lo que realmente sí consigue: crear impactantes escenografías con un admirable sentido de la expresión y fuerza poética. Extraños e intrigantes dispositivos dramáticos que reducen al espectador a la misma soledad y desamparo del que padecen los protagonistas de sus ficciones. Esto sí lo entendemos, y ahí radica el triunfo y la eficacia de su trabajo. Con velocidad o sin ella.


martes, 7 de febrero de 2012

Je est un autre (o cómo el artista contemporáneo sueña con ser ficción autotrascedente)

         Uno de los momentos más hilarantes, e intelectualmente productivos, de toda la filmografía de Godard es cuando Jean-Paul Belmondo, en Pierrot le Fou, y mientras conduce un descapotable junto a una amiga, ésta le pregunta extrañada: “¿Con quien hablas?”, a lo que Pierrot, contrariado, responde, “con el espectador ¿no lo ves?”, para seguidamente girarse hacia la cámara y, mirándonos, exclamar: “ya les decía yo, nunca se entera de nada...”. Probablemente ésta situación relatada -por lo que tiene de desplazamiento y conquista (casi un gran angular ideológico) de los límites de la ficción en tanto que representación de una dialéctica de lo históricamente contingente- sea la más inteligente y audaz de todas aquellas acciones que, directa o transversalmente, inciden en la idea de cómo construir una realidad afirmativa (culturalmente afirmativa, queremos decir) bajo el disfraz artístico (divertido o grave, tanto da) de una práctica discursiva crítica, e, insistimos, “afirmativa”, aquí adoptando nosotros la concreta entonación de Marcuse al respecto, cuando éste observa que todo el arte y la cultura tienden a ser, incluso a pesar de ellos mismos, afirmativos.

Para el argumento que en este texto pretendemos desarrollar nos vamos a servir de un segundo ejemplo cinematográfico, o de cine, para no alejarnos demasiado de la delgada línea roja que separa ficción y verdad. Aquí no es tanto la imagen, y la implicación de la misma con el espectador en tanto que sujeto activo en el desplegamiento de la dramaturgia, sino en la letanía de doble expresión, afirmativa una, acusatoria y negativa la otra, que los dos personajes principales de la película de Alain Resnais, Hiroshima, mon amour, el superviviente japonés y la profesora de francés, se lanzan mutuamente: “He visto todo / No has visto nada”, y a donde, a diferencia de la escena de Godard, Resnais se diría más interesado en mantener al espectador en una pasividad, si bien crítica y cuestionadora, con respecto a lo mostrado. Podríamos decir, entonces, que, en Resnais, las empalizadas de la alta cultura aún mantienen su antigua soberbia afirmativa, pero Godard está más interesado en filmar a través de los desgarrados huecos que el tiempo y la historia han dejado en la antaño noble superficie de esa alta y soberbia empalizada.

He visto todo / No has visto nada. Cul de sac, efectivamente, de una dialéctica privada e íntima condenada a desvanecerse en la contingencia materialista de la Historia. Con una infinita (mejor decir: insalvable) dosis menor de complejidad, gran parte del último arte contemporáneo escupe al espectador el mismo y miserable argumento: “No has visto nada”. Mientras tanto, el que mira, sujeto de Historia, es decir: de tiempo y memoria, se defiende del acoso compungido y lagrimeando: “He visto todo”. Y es que el arte siempre lleva las de ganar (que no el artista: siempre es conveniente hacer separación de bienes), en la medida que su arma más poderosa no es el ejercicio formal (brillante, noble, inteligente, banal, pueril o patético) ni la tiranía visual ejercida con el espectador, sino la insistencia incansable en la afirmación positiva de su acción, en su voluntad irrenunciable por y hacia la auto-trascendencia, en la arrogante seguridad de que siempre, siempre, nos vamos a creer el dispositivo mistificador de su representación. El artista, para hacer creíble su dramaturgia, se auto-trasciende como Otro, porque en caso contrario se plantearía un conflicto de intereses con la Diferencia que él mismo esgrime como carta de presentación. Pero a su vez ello le lleva a una triste paradoja. No puede avanzar un paso más luego de ese primer e inicial Otro, pues como bien decía Lacan, no existe el Otro del Otro. Ni siquiera para el artista, que todo lo puede.

Lo que sí existe es la ceremonia (estética) de la confusión. Por nuestra propia salud mental sería muy interesante no confundir creación artística con “creación de sentido”, correlato lógico éste último en la patológica obsesión del artista (que no del arte, de nuevo insistimos en ello) por afirmarse en la verdad de su creación. Toda “producción de sentido”, al igual que esos aviesos periodistas siempre preocupados por “comunicar con la audiencia” va en detrimento de la cualidad del arte en tanto que instrumento liberador de la capacidad intelectual y crítica del espectador. Ahora mismo resulta desalentador, en verdad, que haya tantos “creadores de sentido” y, desgraciadamente, tan pocos “artistas”. Conviene no engañarse un paso más allá de lo que dictan las buenas formas -estéticas, por supuesto. En cuanto a la moral de la forma, ni sabe ni contesta. Al respecto conviene recordar estas lúcidas palabras de Adorno: “El giro hacia la objetividad, que en todas partes es justificado como un progreso del arte moderno, ha dejado atrás el momento de juego. El sujeto, que sabe que ha dejado de ser el creador y la sustancia de la obra de arte, para ser el órgano ejecutor de la necesidad de la cosa, ya no se pone a sí mismo en el sentido tradicional de la misma obligatoriedad, pues ya no puede expresarse con la antigua ingenuidad”. ¿Que ya no puede expresarse con la antigua ingenuidad? Por supuesto que sí, faltaría más, aunque esa (falsa) “ingenuidad” viene revestida de ricas (y también apócrifas) telas conceptuales. Es la excelencia de ser postmodernos: además de póstumos, también se encuentra siempre a mano cualquier tipo de herencia que moralmente te saca del apuro -por supuesto, para los que nos dedicamos a escribir sobre arte sirven los mismos recursos, estrategias y artimañas.

Sería, ciertamente, muy saludable que definitivamente nos demos por enterados que el artista es, esencialmente (ahora mismo), un productor de cosas que ya no puede seguir utilizando la ingenuidad propia de un bebé con sus primeros juguetes. Ya no es más un creador, sino “el órgano ejecutor de la necesidad de la cosa”. Y “la cosa”, y quien la contempla, exige, como mínimo, inteligente valentía formal y alta moral profesional. El que “la cosa” sea tanto “bonita” como “horrible” no posee ningún valor e importancia. Por supuesto, en el mundo son millones los que se siguen teniendo a sí mismos como “Artistas”. Son simplemente “creadores de sensaciones visuales”. Productores de sentido de burda y banal prosa. Adorno, que como es bien sabido detestaba a Stravinsky tanto como reverenciaba a Schoenberg, intuía perfectamente que los artistas preferirían con mayor agrado al ruso (más narrativo y fácil de otorgar un sentido) que los áridos pentagramas del austriaco. No en vano cuando el artista inaugura o presenta su obra se contempla a sí mismo como La Consagración de la Primavera. Los días de diario, más humildemente, se conforma con ser Petrushka.

        Con toda seguridad el problema radica en el autor que escribe este texto. Pero lo cierto es que me identifico plenamente con la amiga de Pierrot le Fou: nunca me entero de nada, ni de qué va la función. Creo haberlo visto todo, y los artistas siempre me recriminan que no he visto nada.



miércoles, 4 de enero de 2012

JAVIER CODESAL, Las estructuras elementales - Galería Casa Sin Fin (Madrid)


Cortesía: artista y Casa Sin Fin

         Casi trece años después de su última exposición individual en Madrid, en el Espacio Uno del Reina Sofía, Javier Codesal inaugura ahora la nueva sede de Casa sin Fin en la capital, el espacio galerístico ideado y regido por Julián Rodríguez, ya operativo desde hace un tiempo en Cáceres. Pero al igual que Casa sin Fin no es ni pretende ser una galería de arte al uso, pues su función e ideario van más encaminados a una interrelación productiva, y generadora de diferentes proyectos con nuevos parámetros estéticos, entre artes plásticas, literatura y poesía, tampoco la obra de Javier Codesal podemos situarla en un limpio y delimitado campo operativo, dado que si hay un argumento esencial que definiría su discurso estético no sería otro que el desbordamiento de los cauces propios de disciplinas creativas diversas, y con ello la creación de un territorio (muy singular, reconocible y auténtico, pero sobre todas las cosas honesto) donde la poesía, en su sentido clásico, puede ser el prólogo o epílogo de una película sin filiación aparente con respecto a esa misma poesía, pero a ella encadenada con hierros tan invisibles como secreta y profunda la razón de existencia de esos mismos hierros; pero igualmente el discurso fotográfico que el artista produce puede erigirse en documento estático, representativo o no, de una tan densa como refinada disertación, escrita u oral, de teoría cinematográfica, al igual que la mayor parte de los vídeos realizados son una forma otra, visualidad en movimiento, de proyectar la poesía en el espacio.

         Las estructuras elementales es un título lo suficientemente ambiguo como para permitir dotarlo (función encomendada al espectador que contempla esas estructuras)  de unos contenidos que pueden, o no, situarse en el marco trazado por el artista, pero también permite salirse voluntariamente de esos límites y establecer una relación dialéctica del espectador con su propia biografía familiar, afectiva y sentimental. Diríamos más: Las estructuras elementales es un concentrado cuarteto de cámara programático. Bien sabemos de la mala prensa que la música con voluntad programática ha tenido en algunos de los más influyentes paladines de la nueva música surgida al finalizar la segunda guerra mundial, con Adorno y Pierre Boulez como feroces comisarios y censores de todo aquello que sonara a nota, frase, motivo y melodía, si bien Boulez posteriormente (los años y la ternura de la vejez, ya se sabe…) admitiera que Stravinsky y Mahler sí deberían ser salvados – palabras textuales, por increíble que parezca, dichas por el extraordinario músico (noblesse obligue) que es Boulez. ¿Salvados de qué? No quiero ni pensar lo que habría dicho de nuestro inmenso Manuel de Falla, alguien capaz de componer una música tan refinada y vanguardista con un título tan cursi como Noches en los jardines de España. Pero volvamos de nuevo a la música programática. La historia de la música esta llena de ejemplos sublimes de música con el deseo de mostrar, o hacer entendible, algo. De Monteverdi a Bach y acabando en Cristóbal Halffter y John Cage, son innumerables los ejemplos de una música compuesta desde la voluntad de describir un paisaje, una batalla, un desengaño amoroso, un instante de gozo o el dolor de una pérdida familiar. Pero de todos los ejemplos citables ahora nos interesa, para el tema que nos ocupa, uno en concreto: el Cuarteto para el fin de los tiempos, de Olivier Messiaen.


cortesía: artista y Casa Sin Fin
         Olivier Messiaen fue hecho prisionero por los nazis en 1940 y trasladado a un campo de prisioneros en Alemania. Allí tomó contacto con otros músicos y a finales de ese mismo año compuso su desolador y terrible cuarteto con los instrumentos disponibles en ese momento en el campo: un piano, violín, violonchelo y clarinete. Agrupación inaudita hasta entonces, por no decir imposible. Imposibilidad que hasta el día de hoy sigue vigente. El cuarteto se estrenó en enero de 1941, al aire libre, cayendo gélidos copos de nieve, y teniendo como espectadores del evento a prisioneros y vigilantes. Olivier Messiaen tocó la parte pianística en un desvencijado y maltrecho piano vertical. Al finalizar la interpretación de la partitura no hubo aplausos, mientras la nieve seguía cayendo copiosamente. Según testimonio del propio Messiaen uno de los vigilantes, contrariado, dijo que hubiera sido mejor que hubieran tocado una polka. Bajo la nieve, se acababa de estrenar una de las obras cumbres de la música del siglo veinte.

         Las estructuras elementales es un cuarteto con cuatro instrumentos solistas (padre, madre y tata de Javier Codesal) y un “bosque animado que respira”: los jadeos agónicos del padre como música de fondo mientras contemplamos, en vídeo, las imágenes de un bosque. Unidos en el reducido espacio de la galería ejecutan una música para nada fúnebre (los padres del artista ya fallecidos), pero sí lo suficientemente programática para establecer con ellos una dialéctica de conocimiento, o como bien dice el artista con mejores palabras: “la imagen fotográfica permanece siempre más acá de lo que representa, ajena a lo vivo y a la muerte, pero intentando romper su limitación a través del sentido”. Contemplar una imagen fotográfica y que su visión nos acerque (o permanezca) a un “más acá” de aquello que representa implica una diversa trasmisión de sentido con respecto a su propio “fulgor”, y a su propia naturaleza descriptiva. De ahí que resultaría limitador y reduccionista entender, o interpretar, esta extraordinaria “exposición de cámara” en función de la obvia representación que el artista hace de su propia biografía filial, afectiva y sentimental. Veremos enseguida el porqué de esta apreciación.

         Debemos a los lingüistas del movimiento formalista ruso la teorización práctica del concepto de ostranenie, y que en esta ocasión nos conviene muy bien servirnos de la traducción clásica que de este término (o concepto de amplia semántica) se ha hecho en castellano: desfamiliarización. La ostranenie es una singularización, un procedimiento mediante el cual “el arte procura remediar el automatismo de la percepción”, a decir de Víctor Shklovski, el principal teórico del grupo de los formalistas, en su ensayo El arte como procedimiento. Más adelante agrega: “las formas literarias consiguen la ostranenie (desfamiliarización) de lo poco o no percibido, haciendo posible la visión de los objetos recuperados, el descubrimiento consciente de las conductas y los sentidos”. Con toda seguridad ahora entendemos mucho mejor ese “más acá” citado por el artista al hablar de la imagen fotográfica. Para ser más concretos: la imagen fotográfica de sus padres, visibles o no, se desfamiliariza con respecto a su propia filiación, imprescindible preámbulo para recuperar (en arte) un “más acá” provocador de un “extrañamiento” (otra posible interpretación de la ostranenie), en tanto que sentimiento de ruptura experimentado por el sujeto amoroso, en el que el ser amado (o la imagen de este) pasa a ser absolutamente desconocido o incognoscible. Así, los padres del artista se convierten en seres amados in absentia: extrañamiento puro, desfamiliarización extrema sin tallar el cordón umbilical.

         Hace unos meses Miguel Ángel Hernández Navarro publicó un libro admirable, tanto como triste y muy bello, Cuaderno (…) duelo, donde quedaban reflejados los sentimientos y pensamientos del autor ante la repentina muerte de su madre. Dos apuntes de ese cuaderno merecen ser citados. El primero es “el cuerpo muerto es el hogar de la mirada, el vivo, en cambio, el sitio del tacto”. Más adelante leemos, con extrañamiento e inquietud: “lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte”. La primera frase nos sirve para entender la obra ahora expuesta de Javier Codesal en tanto que recuperación de la imagen como el único dispositivo capaz de ocupar un vacío, porque en el fondo, como muy bien dice Jordi Balló, “lo que dignifica una imagen es la necesidad de que exista”. La segunda, un correlato de la primera: la consideración de que toda “imagen necesaria” es un despojamiento, un extrañamiento, una desfamiliarización de aquello que quiere volver a la vida y perpetuar su presencia. El resto que queda cuando han dejado de mirarte: el espejo que refleja, también in absentia, la desfamiliarización de tí mismo.


cortesía: artista y Casa Sin Fin
         Las estructuras elementales es un cuarteto musical tan familiar como desestructurado o atonal, por seguir con la terminología musical. Por supuesto, un pentagrama donde quedan reflejados unos movimientos de vidas que fueron: una música programática de imposible melodía. Pero si bien sabemos lo difícil que resulta unir “música” y “realidad” no menos complicado resulta enlazar “fotografía” con “realidad”. Muy inteligentemente el propio artista así lo certifica: “lo real es imposible para la foto, igual que, podríamos añadir, para la realidad”. En efecto, muy pocas veces hemos asistido, con anterioridad, a un despliegue tal de tan sincera y noble obscenidad en la visualización de unos rostros, de unas muertes, pertenecientes a la biografía más íntima de un artista. Pero pocas veces, también, hemos podido contemplar una desfamiliarización de esos mismos afectos de una manera tan radical y piadosa como, artísticamente, inteligente. Si Olivier Messiaen hubiera podido conocer los versos de Javier Codesal que a continuación vamos a transcribir probablemente los hubiera incorporado, para ser cantados por un bajo, al inicio de su maravilloso Cuarteto para el fin de los tiempos. Pertenecientes al poemario Imagen de Caín, dicen así:

El fotograma último que contiene FIN
pasa llevándose el aire
consigo
Ávido de hogar
extenuado por el despliegue
vuelve el rollo a sí mismo
a su música