domingo, 28 de agosto de 2011

SIN DISTANCIA NO HAY PARAÍSO

                No hagamos imágenes, hagamos planos
                                                                   Serge Daney

Hace unos años apareció en la revista argentina Otra Parte un ensayo, hasta entonces inédito en castellano, de Jacques Rancière titulado La Política de la Estética que en su origen fue una conferencia pronunciada en el 2003 en la universidad de Aarhus, en Dinamarca(1). En dicha conferencia, o texto escrito, Rancière nos recuerda muy oportunamente que “el arte no es que sea político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad y la política. Tampoco por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades sociales. Pero sí es político en virtud de la distancia misma que toma respecto de esas funciones” (el subrayado es nuestro). La complejidad conceptual de esta última frase nos sitúa en una encrucijada de caminos, vías y posibilidades, que nos obliga a una huída hacia delante, a un rebasamiento de la retórica estética por su propia dinámica expansiva. La riqueza interpretativa de la frase nos emplaza, entre otras muchas alternativas, a pensar (una vez más) la crisis de los sistemas representativos de lo social, esencialmente por vía del paroxismo visual provocado por su propia abundancia y generosidad – su exceso de visibilidad – como el causante del desplazamiento de la cualidad autorial del artista en tanto que único responsable de su acción, de su delito, en beneficio de una mayor interrelación con las fuerzas económico/productívas que regulan y pautan la recepción social de todo discurso estético. Por supuesto, la idea de que “a más distancia del objeto o situación enfocada, más política” es propia y natural de un pensador como Rancière, heredero directo de los filósofos de la sospecha, la tríada Nietzsche/Marx/Freud, pero también, cómo no, de los dos más admirables e inteligentes interpretes de esos tres titanes del pensamiento, Walter Benjamín y Bertolt Brech. En efecto, hay que alejarse lo más posible de los discursos sujetos a la onda expansiva y referencial de su propia órbita o sistema. Alejarse, sí, para mejor focalizar.

         Aceptar, no indiscriminadamente pero sí con la suficiente consideración y justo interés, que es político aquello que se distancia de sus propias estructuras socio económicas y culturales que dice representar, nos llevaría, en esencia, a una dramática reconsideración de lo que hasta ahora hemos tenido a bien considerar como producción estética, si no política, al menos comprometida. Dicha producción vendría significada por la estrechísima relación, cero distancia, escala 1:1, con el propio objeto de su atención y deseo. Según Rancière ello sería el perfecto ejemplo de un arte político fracasado, incapaz de alejarse, o de poner la justa y necesaria distancia para una cabal comprensión del análisis o situación analizada, aproximándose así (más de lo que el propio Rancière hubiera deseado) a la desoladora obertura con que Adorno inicia su Teoría Estética: El arte es promesa de felicidad, pero promesa quebrada. No es otra la razón argumentada por Asier Mendizábal en la magnífica exposición (sin espacio aquí para un mayor y merecido análisis de la misma) recién clausurada en Reina, y tan mal comprendida por la crítica de diarios, donde el artista vasco ha creado un sofisticado ejercicio de distanciación brechtiano con mimbres tan peligrosos como los derivados del establecimiento dialéctico entre razón sentimental (o nacionalista) versus razón instrumental (o política).

          Pero bien sabemos que “lo político” rechaza radicalmente la idea pequeño burguesa de “felicidad” (siquiera la humilde y modesta felicidad visual) dejando toda su energía y ambición para atrapar la inalcanzable Utopía, lugar que no existe. Fatalmente habituados a contemplar la producción estética como una tautología de nuestra propia condición humana nos hemos olvidado que los gestos referenciales y culturales deben ser siempre cambiados por signos interpretativos. Como buen cínico griego Peter Sloterdijk resume de esta forma admirable tan triste panorama:” Las definiciones de la realidad son formuladas por la ontología de la pobreza”(2).

         Pero Rancière no es el primero en interesarse por la distancia correcta. Un compatriota suyo, Paul Valèry, durante el periodo de entreguerras, señalizó “la necesidad de que entre productor y consumidor haya algo irreductible entre ellos, que no haya comunicación directa, y que la obra, el médium, no le aporte a la persona que contempla la obra nada que pueda reducirse a una idea de la persona o el pensamiento del autor”(3). Conociendo la poesía del brillante (y gélido) autor de El Cementerio Marino debería servirnos para aceptar que la tesis de Valèry es de una lógica aplastante con el ideario estético del autor. Si a eso le añadimos que el ensayo Pièces sur l’art (donde aparece la referencia citada) fue publicado en la convulsa Europa de 1.934 nada nos costaría admitir de la necesidad de una bendita distancia ante el fragor del ruido y la furia de una Europa que ya se miraba en el abismo más terrible y deshumanizado. Por nuestra parte realizamos ahora una traducción libre de la idea de Valèry, si bien con la ayuda inestimable de un no-artista tan magnífico y necesario (cada día más) como Isidoro Valcárcel Medina.

         Durante el último trimestre del pasado año se celebró en el CA2M de Móstoles la exposición colectiva Antes que Todo, y en la cual participaba Valcárcel Medina. La obra del artista murciano consistía, creo recordar que como única pieza, en unas fotocopias de una conferencia dictada por el artista en 1.997, y colocadas en la exposición para que el espectador interesado hiciera buen uso de ellas. Es decir, para que leyera la conferencia escrita, o los fragmentos allí reproducidos. El rótulo de la ponencia era El espectador suspenso, título que se adelanta en más de diez años a Le spectateur émancipé de Rancière, su ensayo más conocido en España. El inteligente y divertido delirio que es la conferencia de Valcárcel Medina está trufada toda ella de auténticas perlas. En nuestro propio interés nos vamos a quedar con este apunte. Dice así. “Mucho más público que antes va a las manifestaciones artísticas, pero no lo hace por motivos artísticos. Creo que ahí está el resumen de lo que quiero decir. Y según eso, ¿qué pasa? ¿está cerca o lejos? Probablemente, un sociólogo diga que está acercándose, pero un artista dirá que está alejándose. Si admitimos que el espectador existe, y que existe para dar fe del arte, ¿qué ocurre si el arte que existe es falso? Pues, sencillamente, que si el espectador se diera cuenta de ello y actuara en consecuencia, entonces él se convertiría en verdadero. Arte falso puede generar espectador verdadero, porque arte verdadero implica espectador falso. En cualquier caso enorme distancia entre ellos”. Importante aclaración: para Valcárcel Medina el arte “honesto y bueno” no necesita de ningún espectador (en todo caso sería un falso espectador, innecesario en suma), correspondiendo al arte falso y malo la creación (paradójica) de la figura del espectador bueno y honesto (espectador verdadero, en definitiva, dado que desenmascara la falsía de lo que está contemplando). Finaliza Valcárcel Medina, en una apoteosis sin piedad alguna: “El tinglado cultural de la era de la era de la información ha confeccionado un apaño muy aparente (quiero decir: bien presentado… y fatuo por naturaleza), según el cual nunca ha sido menor la distancia entre arte y espectador. Gracias a este aparente montaje en el que todo es perifollo, los artistas tienen que espantarse de encima a los espectadores”.

        Valcárcel Medina lamenta, en efecto, la banal promiscuidad entre arte y espectador, añorando una educada distancia entre ambos, y en sintonía con el discurso precedente de Valéry y el contemporáneo de Rancière. De hecho la no-distancia es una forma inteligente de contribuir a la brillante e inmensa ceremonia de la confusión en el que está encenegada la creación plástica contemporánea. Ni el arte comprometido o político es tal, ni su opuesto una segura cartuja al resguardo de las inclemencias de una sociedad esclavizada por su propia neurosis. En arte casi nunca hay política, aunque siempre hay formas de poder. Sería interesante no confundir ni confundirnos.

         ¿Saben el chiste de los puercos espines? Sí, ese que dice que, ante las gélidas temperaturas del lugar, un grupo de puercos espines deciden unirse entre ellos para sí darse calor y cobijo mutuamente. Casi al instante comprobaron que, al no poder ir en contra de su propia naturaleza, soportar el frío era más llevadero, y consiguientemente bla,bla,bla… El final es previsible, el paraíso estaba en mantener la distancia correcta.


Luis Francisco Pérez

(1)   Otra Parte, número 9, primavera del 2.006, Buenos Aires
(2)   Peter Sloterdijk, Esferas III: Espumas, Editorial Siruela, Barcelona 2.005
(3)   Paul Valèry, Piezas sobre Arte, Editorial Visor, Madrid 1.999


(Este texto apareció originalmente en SalonKritik el 15 Mayo del 2011)







sábado, 27 de agosto de 2011

EXTRAS, Javier Ayarza - Galería Fúcares, Madrid


"S/T (EXTRAS); 2009/2011, Cortesía Galería Fúcares

"S/T (EXTRAS), 2009/2011, Cortesía Galería Fúcares
        
         La investigación llevada a cabo por Javier Ayarza en los últimos años ha tenido a la fotografía como esencial herramienta para la construcción (fijación) de un muy concreto territorio afectivo, sentimental y cultural, donde el paisaje era el catalizador que reunía en una sola gavilla los tres elementos que configuraban el discurso moral de su propia mirada con respecto a ese territorio, y donde realidad y ficción intercambian su verdad y su mentira sin por ello perder sus propias cualidades. Esos tres elementos, queremos decir, serían la geografía, la historia y la memoria. Paisaje y naturaleza estos, insistimos, tan reales como inventados. Una especie del condado de Yoknapatawpha de Faulkner pero situado en las llanuras altas de la Tierra de Campos, si bien, puestos a referenciar, no deberíamos alejarnos tanto. El paisaje, tal como hasta ahora ha sido visto por Javier Ayarza, bien podemos definirlo con el mismo título que un gran poeta nacido muy cerca de la Palencia de Javier Ayarza, el zamorano Claudio Rodríguez, dio a su primer libro de poemas, Don de la ebriedad, sin discusión una de las cimas de la poesía española del siglo veinte.
         La introducción de la figura humana en la última serie de fotografías presentada por Ayarza, Extras, en absoluto debería llevarnos a considerarla como una rareza dentro de su obra, ni siquiera como una alteración formal dentro de la propia “tradición paisajística” frecuentada por el autor, pues en definitiva la novedad en sí misma radicaría únicamente en la contemplación de un “paisaje de fondo con figura” pero manteniendo unas constantes formales muy fieles al ideario estético (y moral) practicado por Javier Ayarza durante las dos últimas décadas. Ahora bien, es precisamente la inclusión de esa figura(s) en el paisaje lo que garantiza su continuidad estilística (paisanaje), pero a su vez el elemento distorsionador – L`agent Provocateur- que altera el orden y la consideración visual de la fotografía, hasta el punto de que la diferencia de esta serie con respecto a otras anteriores no sería otra, y eso es mucho, que la posición con que el autor obliga al espectador en su contemplación. Digámoslo ya: Javier Ayarza con Extras nos emplaza a ver una película. Con esto queremos decir que esa contemplación de un film estático solo sería posible si con ello pensamos a su vez, importantísimo, en la cualidad moral del travelling o en la alteración espacio temporal provocada por la elipsis en toda narración cinematográfica, pero también en el “fuera de campo” o en aquello que debe ser visto, o intuido, o escondido, o manipulado, o real o ficticio. No son pocas, en efecto, las novedades que con esta magnífica serie nos ofrece Ayarza sin pensamos que el autor, muy fiel a sí mismo, sigue investigando en la tradición paisajística.
         Un pueblo castellano sin determinar cegado por el sol y el don de la ebriedad ejerciendo la noble y sencilla holganza durante las fiestas patronales. En ese entorno de humilde urbanismo los habitantes del pueblo van y vienen en grupos de dos, tres, cinco o el pueblo entero; se saludan, se encuentran, se festejan, se paran o siguen andando. Se muestran a la cámara de frente y también de espaldas. Nada más. Este es el sencillo storyboard que Javier Ayarza ha creado para poder “filmar” Extras. Que la propia ordenación de la serie se haya llevado a cabo por medio de la utilización de la cuadrícula vendría confirmar la eficacia del storyboard como elemento constituyente de una serie que aspira a una consideración visual otra de la imagen fotográfica, donde a excepción quizá de la imagen documental rara vez la fotografía nos invita, o nos provoca, a prolongar el tiempo de su propia narratividad, como sí ocurre, por supuesto, en el tiempo narrativo utilizado en el cine. En Extras se secuencia el tiempo a través de una cuadrícula que provoca la gesticulación fija (que no inamovible, valga la paradoja) de esos falsos actores que o bien nos miran (pero no a cámara), o bien rechazan la dialéctica que se establece con la mirada del espectador. Extras es un largo travelling, pero si bien, técnicamente, se sabe muy bien lo que es un travelling, el tema se complica mucho desde que Godard lo definió como una “cuestión moral”, sin dar mayores explicaciones, en su momento, sobre lo que en realidad quería decir al respecto. Probablemente el mejor desarrollo de esa enigmática afirmación corresponde al más inteligente crítico de cine que ha habido desde finales de los sesenta hasta su muerte, de sida, en 1994. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Serge Daney. Al respecto, Daney, menos críptico que Godard, nos dice interrogando: “¿Qué otro sentido podría tener la frase de Godard sino es el de que no hay que ponerse nunca donde no se está, ni hablar en el lugar de los demás?”. El largo travelling llevado a cabo por Javier Ayarza en Extras invita a una consideración moral de la imagen en tanto que estructura que soporta el peso ideológico de lo Real. De ahí la cámara invisible (tan respetuosa con el paisaje humano, con el paisaje, tout court) que ha fijado (filmándolo) este generoso travelling dotado de una decencia estética admirable. En un momento como el actual donde los artistas, se podría decir,  únicamente quieren filmar y rodar hay algo en Extras de sofisticada y perversa lección (que no venganza) con respecto a tan obsesiva fijación. Javier Ayarza nos demuestra que hay otras formas de filmar, otras maneras de hacer una “película de artista”. Basta el talento y poseer el don de la ebriedad, de la inteligencia, de la moral en la práctica artística. No es poco, lo reconocemos.









 




        

martes, 16 de agosto de 2011

POSTMORTEM, Joan Morey

¿Debemos escribir sobre una exposición que para calibrarla en su más justa (y honesta) medida antes habríamos de haber asistido a las sucesivas perfomances que a lo largo de tres meses irán pautando y señalizando los vectores estéticos y conceptuales que el artista, Joan Morey, así lo ha deseado, para de esta manera crear un espacio de interrogación en torno a la compleja (por no decir perversa) relación que el arte contemporáneo ha establecido entre visión y recepción, acción expresiva y teoría estética, semántica de la acción e interpretación silenciosa de esa misma acción, superficie y bajo fondo, decir e intención real de ese decir? En buena lógica profesional habría que responder que no, que lo correcto sería no emitir opinión alguna en ningún sentido, dado que de hecho la exposición no se ha visto en su totalidad, en su discurrir en el tiempo. Ahora bien, además de la lógica profesional también se puede apelar a una lógica, si no estética, sí al menos deudora de la idea de que toda escritura de arte es, de hecho, una escritura más sobra la falta, la ausencia y la herida, de aquello que se pretende mostrar, que una significación filológica sobre unos hechos estéticos concretos. Expresado de manera diversa: la exposición que actualmente presenta Joan Morey en el CASM es, entre otras muchas cosas que intentaremos focalizar, un discurso sobre la falacia de pretender una significación interpretativa, si quiera mínima o bien intencionada, sobre el  “decir en arte”. De ahí que consideremos oportuno, a partir de esta “dialéctica negativa”, intentar aproximarnos a una muestra que lo único que de ella hemos visualizado ha sido la escuálida carcasa representacional de lo que el artista ha querido decir, o dirá en las sucesivas entregas preformativas que se desarrollarán en el  no-tiempo de exposición.

Un gigantesco féretro blanco de altas paredes ocupa el espacio central del CASM. Féretro, en efecto, (POSTMORTEM, es el apropiado título de la exposición), pero sobre todo arena de acción y señalización, donde Morey  lleva acabo las sucesivas perfomances, siempre con espectadores vestidos de negro que han sido convocados bien por invitación personal del artista, bien por cita previa ante el real interés del espectador por acudir al evento. Rodeando a ese féretro, a esa arena del imposible decir, encontramos distribuidos por el espacio seis o siete monitores que, paulatinamente, irán incorporando, visualmente, luego de la propia acción de la perfomance, ese decir otro (visual y proyectivo) tan radicalmente diferente a la conjunción de tiempo y espacio propio de la perfomance. Otro discurso, otra intención. Primero de los inteligentes quiebros y regates de que consta POSTMORTEM.

¿Qué pretende el artista con esta exposición? ¿Negar, o dar por finalizada, la visibilidad extrema de la obra realizada en los últimos años, travestido bajo las siglas de STP (Soy tu puta)? ¿Un cínico acto de “descargo de conciencia”? ¿Establecer una tabula rasa con respecto a la promiscuidad de antaño entre diferentes alternativas estéticas, siendo el fértil matrimonio de arte / moda el más frecuentado por Morey de entre todos esos recursos utilizados? ¿Desplazar el interés mediático hacia un territorio de seriedad metafísica y anuncio de nuevos intenciones? La respuesta a estas interrogaciones sería (como no podía ser menos) tan ambivalente como tramposa: sí y no. Pero al primero que no le gusta esta posibilidad es a quien escribe esta crónica, dado que (en lógica profesional, insistimos) no debería otorgar juicio alguno pues desconozco la parte mollar de la exposición; a su vez, y situándonos en la  lógica estética, la muestra de Morey  demanda, paradójicamente, la emisión de un juicio otro en base, precisamente, a lo que no se ha visto, ni podrá verse jamás aún asistiendo a todas las perfomances programadas, pues de hecho lo mejor, lo más inteligente y noble de POSTMORTEM es la extraordinaria capacidad del artista para crear un complejo discurso sobre la vita finita, sobre las falsas expectativas de la visión como redención de lo creado, sobre la falacia de una “crítica honesta”, sobre la ingenua ilusión de un reconocimiento en la representación, sobre la vida, el aburrimiento y la muerte. Ojalá, todas las exposiciones que uno viera le motivaran para escribir, aún si ver nada, sobre el absurdo, precisamente, del hecho mismo de escribir sobre arte.


(Este texto se escribió con motivo de la exposición que Joan Morey celebró en el Centro de Arte Santa Mónica, en Barcelona, durante diciembre del 2006 y febrero del siguiente año. Hoy, 16 de Agosto del 2011, ha aparecido una fotografía de Jean Paul Gaultier y Lady Gaga en el diario El País vestidos, respectivamente de cura y monja. Ver la imagen de ambos y pensar que estamos a la espera de la gozosa llegada del Santo Padre me hizo recordar instantáneamente aquella magnífica exposición de Joan Morey. Debido al calor de este agosto infernal en Madrid renuncio a analizar con más rigor y empeño el porqué de tan peculiar asociación de personajes. En última instancia considero que la subida de este escrito al blog  lleva como única y honesta razón la admiración que profeso hacia la obra de Joan Morey.)

domingo, 7 de agosto de 2011

LA BARBARIE NO ES LO CONTRARIO DE LA CULTURA

          La muy famosa frase inicial con que Adorno abre su monumental Teoría Estética –Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia- podría ser igual de válida, si bien más perturbadora, si cambiáramos “arte” por “cultura”, siempre y cuando, y aquí radica lo  conflictivo del asunto, estemos dispuestos a aceptar (tarea nada fácil) que lo que entendemos por cultura ni siquiera tenga derecho a la existencia. Pero no convengamos en fáciles cataclismo emocionales. Lo que nos está diciendo Adorno con respecto al arte –una boutade, al fin y al cabo, y de esas el gran teórico musical y muy mediocre músico tenía unas cuantas- posee en realidad otro significado, u otra cosa bien distinta pretende decirnos: Adorno no duda tanto (¡Mein Gott!) del derecho a la existencia del arte (cultura) pero sí con respecto a la obligación  de que toda manifestación artística o cultural deba ser representada.

         Thomas Mann, en Doktor Faustus, hace decir a su personaje de ficción Adrian Leverkühn (trasunto, según algunos comentaristas, de Arnold Schönberg; y según otros, cotilleo inofensivo propio de una tan apacible como nostálgica merienda entre exiliados alemanes en California) las siguientes palabras. “se habla demasiado de cultura en nuestra época para que sea verdaderamente una época de cultura. La barbarie no es lo contrario de la cultura, sino que se encuentra dentro de la jerarquía de pensamiento que ésta nos propone. Fuera de este sistema de pensamiento, lo contrario puede ser muy diferente y aún no ser ni contrario”.

         Los trágicos acontecimientos ocurridos hace muy pocos días en Oslo vienen a refrendar tristemente las lúcidas palabras del Doktor Faustus creado por Mann. Empezando por el primer ministro noruego (responderemos con más democracia, con más cultura, con más amor…) y acabando en las editoriales periodísticas de todo el mundo (o casi, no nos engañemos) el asombro y la incredulidad ante lo acaecido han sido unánimes. ¡Noruega, la culta y civilizada patria de Munch y Grieg, de Vigeland e Ibsen, y hasta del muy fascista y filo nazi Hamsum (gran escritor, cierto, lo hemos de reconocer mal que nos pese…), y también de Liv Ullmann, pobre, magnífica actriz, ha sido el escenario de esta barbarie! O son muy ingenuos o son muy ignorantes, pero en ambos presupuestos no han leído el Doktor Faustus: la barbarie no es lo contrario de la cultura. Unánimes han sido también las voces que, muy prestas en la aclaración, han insistido en la singularidad, unicidad, de tan terrible acto: un triste sujeto solitario que no mancha la inmaculada hoja de servicios de una nación (Noruega) y de una zona geográfica (Escandinavia) y un continente (Europa) que con tanta fuerza y pasión defienden los valores de la cultura occidental; un supurante absceso que no contagiará con su dañino veneno los sólidos cimientos de la cultura cristiana. Ha sido “uno”, como el maravilloso tango de Mores y Discépolo, solamente Uno. Un mal grano en un desierto de bondad, se diría. Lástima que no seamos tan generosos en la aclaración cuando un comando yihadista comete la misma horrible matanza. El comentario también es unánime: ellos (todos) son así, incapaces de entender las estructuras de democrática convivencia que nosotros sí poseemos, ellos no han tenido ningún Renacimiento, su resentimiento es infinito y será eterno.

          El sujeto en cuestión se llama Anders Behring Breivik y es el perfecto ejemplo de lo, culturalmente, se ha definido como raza aria. Autor, además, de una especie de manifiesto de 1.500 páginas -su publicación, sospecho, se llevara a cabo más pronto que tarde, como más pronto que tarde en las redes sociales se crearán grupos de apoyo a su figura y carácter, por no decir de la fabricación en serie de una especie de madelman que, telescopio en ristre tal como lo hemos visto fotografiado, nos defienda del Mal. En dicho manifiesto  realiza una férrea defensa de lo que él entiende como los valores de la cultura occidental; cultura, según algunos párrafos que han dejado publicitar el gobierno y la policía noruegos, que se encuentra “en manos de las mujeres y los marxistas”, las primeras causantes “de la feminización de Europa”, y los segundos “de su ruina y decadencia actuales”. No quiero ni pensar lo que habrá escrito de lo que opina sobre la proliferación de los días del orgullo gay que se celebran en toda Europa. Ese siniestro manifiesto, lo muy poco que de él ha salido al exterior, se diría una pedestre y vulgar copia del famoso ensayo de Otto Weininger, Sexo y Carácter, escrito en la Viena finisecular por un judío que odiaba su propia condición racial y furibundo misógino que detestaba a la mujer en tanto que propagadora y mal educadora de la especie. Por supuesto, desconozco si Breivik ha leído o posee referencias del ensayo de Weininger, lo que sí me atrevo a confirmar que Breivik, aunque no haya leído el Doktor Faustus de Mann, si sabe, ya lo creo que lo sabe si bien perversamente, que la barbarie no es lo contrario de la cultura.

          Por supuesto que estamos de acuerdo con el primer ministro noruego (responderemos con más democracia, con más cultura, con más amor…), pero los que nos dedicamos a la producción artística del presente (tanto hacedores como comentaristas de lo que crean los hacedores) debemos responder con más guerra, propio de la situación en la que nos encontramos. La producción estética del presente únicamente puede ser guerra. Situarse fuera de este “sistema de pensamiento”, aún como noble denuncia, implica no ya el ser algo muy diferente, sino, efectivamente, lo contrario de lo que se pretende. De ello también era muy consciente Thomas Bernhard cuando decía que en arte hay que aspirar siempre a ejecutar las Variaciones Goldberg tal y como las tocaba Glenn Gould, pura guerra. De no ser así, ninguna otra ejecución valdría la pena. Seríamos por siempre unos malogrados. O peor aún: unos simples representadores, eso que tanto odiaba Adorno.

(Este texto se publicó originalmente en SalonKritik el domingo 31 de Julio del 2011)

miércoles, 3 de agosto de 2011

Estética de lo peor - José Luis Pardo


El último ensayo publicado por el profesor y filósofo José Luis Pardo, Estética de lo peor, es una compilación de escritos aparecidos con anterioridad en diferentes medios de prensa, catálogos de exposiciones, o revistas especializadas, en un arco temporal que abarca desde 1997 al 2008. Toda compilación de textos, es decir: allegar o reunir en un solo cuerpo de obra documentos ya editados, posee una cualidad admirable que no es otra que la relectura –en el caso, obvio, que se siga a ese autor- de una parte de su obra leída bajo una cierta doble condición de aleatoriedad y eventualidad. Es más, por mucho que nos interese un autor difícilmente tendremos acceso a la totalidad de lo por él publicado. Razón esencial ésta en el caso que nos ocupa, pues José Luis Pardo, afortunadamente, escribe y publica con alegre, solvente  y dinámica frecuencia.

          Estética de lo peor reúne una selección de 15 textos (ninguno de ellos inédito) que si bien están agrupados por bloques temáticos (desconocemos si por deseo del autor o de los editores: poco importa), dichos bloque facilitan menos la lectura -dado que la redireccionan no siempre en el sentido más apropiado- que si optamos por un “ir saltando” entre los textos, bien por un mutuo interés entre el autor y el lector por determinado asunto tratado, bien por una concreta orientación intelectual o ideológica ante los temas debatidos, o incluso, por supuesto, por un decidido rechazo ante un concreto análisis o interpretación de una manifestación estética cualquiera o un determinado apunte sociológico. Si bien es difícil encontrar en Estética de lo peor un decidido centro ante el cual basculan o gravitan todo los textos presentados, no es menos cierto que la propia fragmentariedad que el volumen destila ayuda a entender más y mejor algunos de los argumentos intelectuales esgrimidos por José Luis Pardo durante la última década, y entre los cuales la “fragmentación” –del arte y la vida contemporáneos o de la fragilidad del cuerpo dentro de ese escenario de ruptura, entre otros- ocupa dentro de su ideario estético un lugar de centralidad tan esencial como admirable.

          Que en un corpus de quince ensayos más de diez posean una grandeza intelectual innegable nos ofrece una imagen concluyente de la tan inteligente como feliz idea de agrupar estos escritos, y más allá de los consabidos oportunismos o estrategias de marketing propio de las editoriales. Dado que, tal como ya hemos apuntado, el volumen carece de un centro unitario, lo más efectivo es focalizar aquellos textos que por sí solos ya ejercen una función solar, y ante el cual las ideas giran fragmentadas dentro y fuera de su órbita. Así el apartado titulado Un amigo americano donde utilizando como pretexto el análisis de la película de Cronenberg, Crash (y no únicamente este film), como también de El amigo americano, de Wenders, José Luis Pardo, en realidad, nos está ofreciendo sendos y muy brillantes análisis de cuestiones más cercanas a la metafísica como la expiación y la culpa. En el apartado Algésicos comprimidos (textos sobre artistas) sobresale el análisis dedicado a la obra de Ramón Gaya, donde al autor utilizando una retórica intelectual muy brillante no siempre convence en su deseo (un tanto obsesivo) de hacernos creer que Gaya es un artista vanguardista, pero lo que sí logra Pardo con este ensayo (y no es poco) es replantearnos (una vez más), y más allá del interés o aprecio por Gaya, los siempre escurridizos como cambiantes conceptos de “tradición”, “vanguardia” o “contemporaneidad”. Pero en nuestra opinión los dos mejores apartados de que consta el libros son los dos primeros, Ensayos sobre la falta de oficio y Cómo se llega a ser artista contemporáneo, ambos con seis escritos en total, y en los cuales José Luis Pardo, utilizando un sabio dispositivo de “inteligencia humorística” nos ofrece algunos de los más altos ejemplos de especulación teórica y estética que se producen en nuestro país.