lunes, 21 de noviembre de 2011

LLUÍS HORTALÁ - CDAN, Huesca

Dibujo preparatorio para el film "Las tentaciones de San Jerónimo", 2009, carbón sobre papel, 97 x 175 cms. Cortesía: artista y Galería Fúcares
       Desde hace más de dos décadas la obra de Lluís Hortalá se ha mantenido dentro de una singularidad tan orgullosa como exacerbada. Singularidad, esencialmente, en el cómo unir  el rigor de un determinado planteamiento conceptual –de vocación e interés reduccionista, más que mínimal, en las piezas escultóricas— junto a la voluntad, interés y querencia, de lograr que ese rigor conceptual no fuera un desierto expresivo o un yermo donde el binomio “forma/recepción visual” no pudiera anclarse en un territorio de significación otra, básicamente de significación especulativa y productiva de otros parámetros para nada yermos o desérticos: sentimiento visible si bien muy controlado, narratividad generadora de una fantasía mantenida siempre en suspenso, y sobre todo, muy importante, acción performativa (cuerpo en movimiento) que dejara constancia de una okupación del espacio.

         Lluís Hortalá es un amante, o un loco, de las montañas, y un escalador de las mismas desde su adolescencia. Precisamente en torno a cumbres y picos (pero no únicamente) gira la magnífica exposición que, comisariada por Alejando J. Ratia, el CDAN de Huesca le ha dedicado. Nos resultaría muy fácil y agradecido hablar de “visión o viaje romántico” con respecto a lo que la contemplación de estos impactante dibujos no depara, pero debemos rechazar de plano esa argumentación, y no tanto por fácil como por falsa. Situarnos, como espectadores, ante esta fácil premisa implicaría una traición a la esencia misma de la obra pero aún mayor sería la traición a nosotros mismos en aras de una acomodaticia interpretación o comunicación (concepto que detesto por insignificante y sobre todo por manipulable) con la misma obra. Nada de romanticismos, pues, dado que lo que el artista persigue es involucrarnos (nada que ver con comunicar) en la misma pasión física que él desarrolla al escalar (queremos decir: dibujar) montañas. Viendo estas telas y papeles estamos muy cerca de asistir a un arte de la acción o de la perfomance. Al igual que en la alta montaña, una acción o perfomance también es, esencialmente, puro espacio y tiempo suspendido. Vamos a intentar ser un poco más explícitos.


"Falacia Patética I", 2010, carbón sobre polímeros y lienzo, 217 x 150 cms. Cortesía: artista y Galería Fúcares
          















         Quienes hayan leído la obra cumbre (muy apropiado el término) de Thoman Mann, La Montaña Mágica, sabrán que Hans Castorp, el protagonista de la misma, al igual que el resto de los residentes en ese hospital para tuberculosos en la alta montaña, se dirigen a sí mismos como nosotros “los de arriba”, en oposición a los afortunados que gozan de buena salud que están “allá abajo”. Esta antítesis estructura la novela en una ambigua y paradójica relación entre un “nosotros” que, enfermos, escalamos la montaña para curarnos, y un “ellos” que, sanos, desconocen el placer vivificante de respirar el aire de una atmósfera jamás contaminada. Bajo esta misma ambigüedad se sitúa Lluís Hortalá en el momento de escalar telas y papeles, y es en este punto donde retomamos la idea ya apuntada de un arte de la acción, toda vez que la posición del artista no es tanto la del dibujante que trabajosamente recrea caras y perfiles de determinadas montañas con negro carbón, pero si del escalador que utiliza el lápiz de carbón como si fueran arneses, clavijas o empotradotes. En definitiva: para colgarse de la blanca pared de una tela o papel. Creemos esencial fijar esta cualidad a la hora de enfrentarnos a esta serie magnífica  de alucinados y alucinantes dibujos. Son, efectivamente, grandes y extraordinarios dibujos (y no solo: fotografías, relieves, esculturas, vídeos…), pero también llevan consigo el plus añadido de un extraño y perverso romanticismo, y aquí sí sería apropiada la referencia. Romanticismo estético y abismado en sí mismo en cuanto al tratamiento artístico de la Naturaleza, a la que Lluís Hortalá observa con la misma pasión admirativa y piadosa  con que Nietzsche contemplaba los mismos hechos: “Sólo como fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo”.

(Este texto se publicó originalmente en el número 32 de la revista ARTECONTEXTO)


GUSTAVO MARRONE - No apagar la luz - Centre d`Art La Panera de Lleida

Cortesía: artista y Centre d`Art La Panera
          No apagar la luz es el título de un libro, o de un diario, o de un libro de artista; pero también es el rótulo bajo el cual queda enmarcada una exposición en la cual, de una forma expandida, se dilata el concepto mismo de “exposición” en un determinado centro de arte. El que esta reseña que ahora estamos escribiendo aparezca en la sección “Libros” debería ayudarnos, o situarnos, a leer esta reseña con un ojo puesto en los parámetros propios de una crítica de exposición (o casi, o por exceso en su función), y con otro enfocando esa misma cuantificación de lo observado en tanto que acción dramática (artística) condensada en un objeto al que, por comodidad filológica, convendremos en llamar Libro (o casi, o por exceso en su función, igualmente). Para simplificar las cosas: No apagar la luz debería verse y leerse bajo ambos presupuestos, pues en ambos estadios podemos encontrar la llave que nos de acceso a una de las producciones artísticas más coherentes, singulares, lúcidas e inteligentemente emotivas que se han desarrollado en España durante los últimos veinte años. Su autor es Gustavo Marrone (Buenos Aires, 1962).

          Si en el libro como tal encontramos una brancusiana columna infinita (que el libro se acabe en su última página en una convención comercial y necesaria, pero en absoluto corresponde a la interminable secuencia expresiva ideada por el artista) desde la cual Gustavo Marrone ha pautado lo mejor y más esencial de su ideario estético, en la exposición organizada en La Panera de Lleida constatamos la escenografía doméstica (el estudio, o la trastienda de toda producción de arte, o la cocina de poderosa alquimia…) desde la cual el artista nos invita a una consideración no artística de lo creado, pero sí estética. Queremos decir: una consideración de fuerte carga de crítica social, donde el humanismo piadoso y la sensualidad y erotismo más expresionistas se confabulan para crear una de las obras más secretas y, en noble paradoja, luminosas del panorama artístico español. Pocos artistas, en efecto, han logrado una soldadura tan perfecta entre contrarios enfrentados: luz y tiniebla, abstracción y figuración, tragedia y humor, crítica social y frívolo hedonismo, barroca escritura y vacío budista, belleza y fealdad.

Cortesía: artista y Centre d`Art La Panera
          No apagar la luz es un archivo maldito, consciente, como en el verso de Lezama Lima que “lo oculto es lo que nos completa”. Un contra archivo que se ha ido construyendo a lo largo de los años, un “work in progress” de nebuloso comienzo en el tiempo e incierto, por imposible, final. Una documentación voluntariamente bastarda, por lúcida y terrible, donde dibujos, apuntes, aforismos, gestos, sentencias, ideas, reacciones y melancolía se unen para crear un universo expresivo de extraña y fatal belleza. Una escritura, por supuesto, de arte y, esencialmente, sobre la vida. Paradigma este último que perfectamente puede utilizarse como lema en la práctica totalidad de la obra de Gustavo Marrone, toda vez que el grado de compromiso con la vida que en ella contemplamos nos acerca a una cabal comprensión de los hechos, y entendiendo por “hechos” todo aquello que se relacione en, por, y sobre lo humano. Título muy afortunado, en este momento, aquí y ahora, No apagar la luz nos invita a una lectura otra de un libro, y a una visualización diversa en lo que respecta a la exposición de arte en sí misma. Como un hemistiquio entre dos versos lo que nos queda en un espacio de blanca y luminosa interrogación, pero también un grito feroz como el que, leyenda por medio, poco ha de importarnos, Goethe lanzó en su último instante de vida: "!Luz, más luz!"

(este texto se publicó originalmente en el número 32 de la revista ARTECONTEXTO)





        

jueves, 10 de noviembre de 2011

APROXIMACIONES I - Arte español contemporáneo en la Colección Helga de Alvear -


           Seleccionar obras específicas de una determinada colección lleva consigo otra subjetividad (mirada diversa) y otra pasión (diferente narratividad visual) a esos mismos elementos constituyentes –subjetividad y pasión- implícitos en la formación de toda colección de arte. O lo que es lo mismo: separar (crear) una nueva constelación desgajada de otra constelación mayor. La Colección Helga de Alvear es una de las mayores colecciones de arte contemporáneo de Europa, y a su vez, en ella coexistiendo, una de las mejores colecciones de arte español realizado durante los últimos cuarenta años. Con el título de Aproximaciones I Rafa Doctor ha comisariado, en el Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear de la ciudad de Cáceres, un primer acercamiento (seguirán en el futuro nuevas aproximaciones o pesquisas) al arte contemporáneo español, y que abarcaría un arco temporal desde finales de la dictadura hasta el presente, siendo, en artistas y obras, mayor y mejor la colección según nos acercamos a nuestros días.

          Decía Walter Benjamín que toda pasión colinda con lo caótico, pero la pasión del coleccionista colinda con un caos de recuerdos. Probablemente sea esta “ordenación caótica de la memoria” la primera cualidad que observamos en esta inicial lectura que del arte español contemporáneo ha hecho Rafa Doctor, donde los ejes espacio temporales de las obras se acumulan en una transversalidad regida menos por el tiempo histórico que por un tiempo de memoria, o lo que es lo mismo: el tiempo como materia por encima del tiempo en tanto que absoluto de sí mismo. Porque las obras están hechas de materia, tiempo, caos y memoria, contemplamos entonces una constelación de obras que a la vez que se presentan a sí mismas establecen con las demás una dialéctica, esencialmente, de recuerdo y memoria, correspondiendo a la muy estudiada (no lo parece, pero así es) e inteligente instalación de las piezas en el espacio de exposición, la conquista de esa dialéctica de la memoria, que al igual que en Proust, persigue hacer del pasado un presente vivo y abismado en la pasión y fuerza del aquí y ahora.

          Entre las dos obras más antiguas de la exposición -un acrílico sobre papel del Equipo Crónica y un encapsulado de Darío Villalba, ambas  realizadas aún durante la Dictadura, y anteriores igualmente a los últimos fusilamientos del Régimen- y la última, una deslumbrante pieza de Ignasi Aballí fechada en el año en curso, se establece un mapa que más allá de los componentes estéticos también traza un recorrido histórico, si bien ese viaje en el tiempo no queda así establecido en la exposición, pues las obras se interpelan y se defienden entre ellas en un múltiple combate de inteligencia, forma, fuerza y seducción. Por supuesto, en un arco temporal de cuarenta y tres años de arte español los modos y maneras estéticos utilizados son innumerables, pero debemos a la inteligencia del comisario el hecho de que esa variadísima representación objetual,  tal como ha sido instalada, no se circunscriba a una lectura atomizada de cada obra con respecta a sí misma, pues, bien al contrario, se consigue una reinterpretación en positivo de algunas obras, básicamente pinturas, que vistas en solitario delatarían, con el cruel paso del tiempo, una presencia un tanta ajada. Insisto: ni una sola obra expuesta merece tan ingrata consideración. Es más, no pocos representantes de la figuración española durante los años de la Transición deberían ser leídos, desde nuestro presente, con más rigor y generosidad. Otro tanto a favor de Rafa Doctor.

          Aproximaciones I es un título quizá demasiado prosaico y doméstico, y que en verdad no hace justicia a una exposición mucho más compleja de lo que la suave y elegante instalación de la misma así lo delata. El rigor conceptual y la refinada inteligencia de la selección realizada se sustentan en un entramado de interrogaciones y preguntas que se mantienen – he ahí el valor añadido de la muestra- luego de haber finalizado la visita de la misma. ¿Bajo qué parámetros conceptuales se despliega en el espacio el arte español último? ¿Qué grado de interrelación mantiene con las ciencias sociales de las que participa y también se nutre? ¿Qué valor no estético produce? ¿Cuáles son sus principales puntos de referencia, y su cimentación más segura, en el momento de su salida al mundo, o de su abertura de visibilidad más extrema? ¿Podemos seguir anclados en la cualidad nacional del arte producido en los inicios del siglo XXI? ¿Los artistas españoles de finales del siglo XX e inicios del XXI pertenecen más a esos siglos que a la jurisdicción política, geográfica y cultural que llamamos “España”? ¿Si la respuesta a la anterior pregunta fuera afirmativa en el sentido de que son artistas más del siglo XXI que españoles, porqué seguimos doliéndonos de la nula presencia del arte español fuera de nuestras fronteras? ¿El arte español más joven es una respuesta a la pésima calidad de las facultades de Bellas Artes o su superación más radical, validando así, una vez más, la singularidad extrema del arte producido en nuestro país, el “genius loci” patrio? ¿Qué cantidad de teoría estética es susceptible de ser realizada únicamente atendiendo a la producción estética local? ¿El arte español último es un arte informado, o esa misma información se utiliza únicamente para adaptar modos y maneras a determinadas corrientes internacionales? ¿La gestualidad del arte español, infinita, múltiple y variada, debemos entenderla como la agradecida manifestación externa, superficial, de un manierismo propio y autóctono, o ese mismo gesto, más generosamente, con razón o sin ella, debemos entenderlo como la manifestación del gesto en tanto que “objeto del pensamiento”?

        Todos estos interrogantes –muchos de ellos de compleja por no decir imposible respuesta- están presentes, como un bajo fondo o fuerza telúrica, en la extraordinaria muestra comisarida por Rafa Doctor, de ahí su magnífico oportunismo, en su sentido más positivo, de su necesidad. Dice Deleuze que toda forma está compuesta de fuerzas diversas, encontradas entre ellas y antónimas en su despliegue físico y conceptual. Consciente, el comisario, de esta realidad inapelable, ha creado en el espacio una impresionante constelación de formas/fuerzas, o lo que es lo mismo, ha trazado un mapa de “formas de subjetivización”, siguiendo la brillante teorización de Foucault cuando afirma que “toda subjetivización es una operación artística que se distingue del saber y del poder, que no tiene lugar en ellos”. Parafraseando a Houellebecq: ¿Qué es más importante, el mapa o el territorio? Para Rafa Doctor (y para Helga de Alvear) muy probablemente sea el mapa por encima del territorio, pues permite formas de subjetivización extremas que la mineral firmeza del territorio nunca permitiría. Magnífica exposición, en definitiva, extraída de una colección no menos magnífica y necesaria, esencial para conocer el arte español de las últimas décadas.



Relación de artistas participantes en la muestra

Ignasi Aballí
Pep Agut
Alfonso Albacete
Carlos Alcolea
Elena Asins
Miquel Barceló
Natividad Bermejo
José Manuel Broto
Miguel Ángel Campano
Daniel Canogar
Ángela de la Cruz
Equipo Crónica
Pepe Espaliú
Joan Fontcuberta
Alicia Framis
Alicia Framis y Jesús del Pozo
Alicia Framis y David Delfín
Jorge Galindo
Dora García
Ferrán García Sevilla
Luis Gordillo
José Guerrero
Federico Guzmán
Cristina Iglesias
Prudencio Irazábal
Carlos León
Eva Lootz
Rogelio López Cuenca
José Maldonado
Mitsuo Miura
Miquel Mont
Juan Luis Moraza
Felicidad Moreno
Juan Muñoz
Juan Navarro Baldeweg
Mabel Palacín
Pablo Palazuelo
Jesús Palomino
Ester Partegás
Alberto Peral
Guillermo Pérez Villalta
Ana Prada
Gonzalo Puch
Manuel Quejido
Pedro G. Romero
Francesc Ruiz
Adolfo Schlosser
Santiago Serrano
José María Sicilia
Santiago Sierra
Susana Solano
Montserrat Soto
Juan Ugalde
Juan Uslé
Eulália Valldosera
Javier Vallhonrat
Darío Villalba

(este texto se publicó al mismo tiempo en la sección "Artículos" de la página web de la revista ARTECONTEXTO)

martes, 1 de noviembre de 2011

ALIGHIERO BOETTI o el sentimiento de inadecuación

          Sí, las maravillosas alfombras mágicas de alighiero boetti, tan provistas de fuerza y poder gravitatorio -manifiesto fracaso de la fantasía especulativa de Sherezade- que únicamente consiguen alzar el vuelo si las mismas, previamente, son sometidas a una férrea y árida disciplina teórica. Se diría, entonces, que las incuestionables leyes de la física proyectan en todo objeto de arte la irreversibilidad de una ley donde el resultado de tan manifiesta crueldad sería otra ley no menos perversa, si bien de cualidad y vocación compensatoria: las infinitas hipótesis (de nuevo el inacabable relato para no morir al alba) que el mejor arte provoca en la mirada e imaginación de quien a él se acerca, forzándole (pasivo espectador de activa y libre mente) a una reconsideración teórica de lo observado, a una ampliación del campo de batalla (no era mi intención citar a Houellebecq) que tendrá su recompensa en lo real de una alfombra voladora. La misma nos transportará a un lugar. Un inmenso poeta, compatriota de alighiero boetti, Eugenio Montale, nos lleva a ese lugar:

Tendré ante mí un lugar de limpia nieve
mas tan ligero como el paisaje de un tapiz.
Resbalará un destello lento
entre el algodón del cielo.
Selvas y colinas llenas de invisible luz
me harán el elogio de los festivos retornos
.


          Sí, los maravillosos kilims de falsa ornamentación oriental, pero tan necesarios y esenciales para cubrir, para envolver, las distancias ideológicas y estéticas que, a partir de las vanguardias de los sesenta, posibilitarán, de hecho, la conquista de una sola ambición y  una sola pregunta: ¿Cuáles son las estrategias para entrar y salir de la modernidad? Interrogación ésta que debemos a Néstor García Canclini, y que en la desarmante simplicidad de su enunciado encierra un complejo programa de devastación ideológica y formal en lo que atañe a la consideración del “objeto de arte” en las sociedades avanzadas occidentales.  Se diría que los kilims no son únicamente alfombras y tapices -de hecho no son eso- pero sí mensajes cifrados del futuro globalizado que vendrá: la heterogeneidad multitemporal, la promiscuidad de espacios y tiempos en un único soplo de fugaz eternidad. Pero a su vez son artefactos voladores que hacen viable los “festivos retornos” no únicamente entre Italia y Afganistán, sino entre mi tiempo y el tuyo, vuestro espacio y el nuestro. Desplazamientos culturales, sí, naturalmente, pero por encima de cualquier otra acción o consideración los tapices de alighiero boetti son la constitución física de una mirada última, terminal, en lo que respecta a la idea kantiana de sublime, en tanto que receptora dicha idea, melancólicamente, de un “sentimiento de inadecuación”.

         Para Kant lo sublime en arte es la constatación de una quiebra en el discurrir pensante ante lo observado, un horizonte devastado y un foco infeccioso. Habrían de pasar casi dos largos siglos para que el sentimiento de inadecuación fuera formal (y psicológicamente) liquidado con las primeras tentativas llevadas a cabo por Situacionistas y Fluxus – las Vanguardias de principios del siglo veinte aún mantenían un prudente anclaje humanista con el pasado.  Con el triunfo del Pop (de carácter globalizado, aún desconociendo el sentido del término por entonces, pero funcional viático para la ya cercana postmodernidad, mucho menos finiquitada ésta tal como, sospechosamente, se pretende) se logra que el sentimiento de inadecuación kantiano se convierta en un pleno (la época lo demandaba) “sentimiento de adecuación”. El arte, natural territorio de la metáfora y la paradoja, establece y mantiene durante su larga Edad de Oro un complejísimo edificio conceptual donde el Triunfo de la Forma llevaba incorporada su propia “nociva verdad”, su malaise, su inadecuación. Al igual que en el famoso soneto del poeta isabelino John Donne -donde Adán le dice a Eva: y para que este lugar sea un auténtico paraíso también te he traído a la serpiente- la Edad de Oro mantiene con la Forma, falso escudo protector, una dialéctica no de la Ilustración, pero sí Ilustrada. Es decir, envenenada. Muy probablemente así deberíamos leer lo que Kant entendía por “sentimiento de inadecuación”: la cultura y el arte como venenos sin antídoto posible. En perversa y suprema paradoja, con el triunfo (mediático, publicitario y mundial) del arte “no-formal”, o arte contemporáneo, tout court, de reconocida vitola tal como se le designa en este mundo y su galaxia correspondiente (lejanas ya, muy lejanas, las edades de oro), lo que debería haber sido un arte nacido de un “sentimiento de inadecuación”, pues el “aquí y ahora” (edad de inservible chatarra, antaño de dorado metal) así en verdad lo demanda, se ha transformado (y con sólido éxito crítico, por demás) en un placentero “arte (sin sentimiento) de la adecuación”: veneno con antídoto, política con manifiesto, guerrilla con uniforme, forma con contenido, crítica con solución, figura con fondo, fotografía con reconocimiento, perfomance con moraleja o acción con final feliz, vídeo-placebo con terapia o “película de artista”, escultura con sombra… Sí, alighiero boetti lo sabía: había que crear alfombras voladoras, el negro futuro lo requería.

          Sí, los maravillosos e imposible mapas de alighiero boetti, de tan problemática como fatal geopolítica, y tan coloridos en su pasión identificatoria de territorio y bandera. Triunfo formal y moribundo de un objeto formalista y suntuario, y que se diría prólogo dibujístico de los exquisitos estampados de la casa Missoni, y con ello la orgullosa afirmación de la cansina y equivocada crítica que se ha hecho al arte italiano desde Giotto hasta el presente: la sua bella superficialitá. Importante la aclaración, esta errada crítica se pronuncia y escribe en cualquier idioma excepto, lógicamente, en italiano. Si lo he manifestado, precariamente, en la lengua de Leopardi es como acción solidaria y denunciatoria ante quienes emiten tan absurdo criterio. Otra discusión sería si nos referimos al arte italiano de ahora mismo – ejemplos de catecismo: la obra de  Vanessa Beecroft, y no es la única en Italia, sí es molto superficiale; sobre Maurizio Cattelan, sin comentarios. Pero conviene no olvidar que estamos hablando de alighiero boetti, un representante de la Edad de Oro mal ubicado en medio del siglo veinte. El arte italiano clásico únicamente es superficial en el sentido otorgado por Paul Valéry a dicha cualidad: lo más profundo es la piel. Pero volvamos a la belleza de los mapas.


          ¿Qué hay, qué puede haber,  detrás de esa teoría de los colores, resguardada bajo la obviedad, o gracia, de representar los países con los colores de sus banderas respectivas, luego de no servirnos la teoría oficialista al respecto, que insiste en consideraciones político/geográficas y rectificativas de las primeras proyecciones de la tierra, empezando por la de Mercator, tesis éstas que sin ser equivocadas se nos quedan cortas por tautológicas? Por boca de alighiero boetti poco sabemos al respecto: no fue un gran teórico defendiendo o publicitando su obra. Pero tiene, tenía que haber más.

         Aceptemos que los mapas son una manifestación de formas artísticas y políticas (esta última categoría la enunciamos con gran precaución), un entrecruzamiento de vectores que persiguen la representación de una imago mundi sin más red de protección que la representación de una inteligibilidad reconocible (el ordenamiento geopolítico del mundo) junto a una alteración de ese mismo código de representación en el que el autor da paso libre a conceptos como el deseo (y cómo éste se filtra, con sus vicios y virtudes, en la estructura narrativa de la obra), o la alteración de nuevas genealogías de la Vanguardia (y con ello el desplazamiento de establecidos sistemas de referencia), y en última lugar el interés de alighiero boetti por dilatar, o mejor: poner en abismo, la idea (tan problemática, tan cambiante, tan molesta) de lo que entendemos por formalismo en la práctica artística contemporánea, y que en nuestra opinión el interés de alighiero boetti por la “cuestión formal” vendría a alinearse con las tesis greenbergianas de que toda innovación artística procede mediante la autocrítica formal. Pero en la medida de que la obra entera de alighiero boetti es una extraordinaria y magnífica “paradoja de la representación” resulta en verdad complicado fijarla en un canon determinado, en un sistema reconocible, en una jerarquía hipotética. Se diría que el interés oculto del artista (su trampa, su coartada) giraría en torno a la seducción visual del espectador por encima de cualquier otra consideración, si bien guardándose múltiples ases en la manga. Ellos serían: la autoría de la obra en tanto que acción delegada o diferida; el ocultamiento de preocupaciones sociopolíticas bajo un manto de incuestionable “belleza superficial”; buscar, y encontrar, en esa misma belleza un posible “acceso a la verdad” a través del examen de sus deformaciones (formales); y muy esencialmente el establecimiento de estrategias lingüísticas no reconocibles, pero muy bien situadas esas estrategias dentro de la misma preocupación ontológica que expresara Derrida, el mejor Derrida: el autor de La escritura y la diferencia, cuando afirmó que la ausencia de significado trascendental amplía al infinito el dominio y el juego de la significación.

         Sí, la concentrada y magnífica exposición, casi una muestra de cámara, de aliguiero boetti en el CARS nos interroga sin pausa en torno a lo que hoy podemos entender sobre “significado trascendental”, o su ausencia, en la producción artística contemporánea. Una forma otra, fértil y cuestionadora, de ubicarnos en el complejo territorio donde uno pueda sentirse protegido bajo un sentimiento de inadecuación. Una forma sublime de lograr el viático para que la alfombra voladora nos traslade a ese lugar  donde siempre se celebran los festivos retornos.


(Este texto se publicó originalmente en SalonKritik el 30 de octubre del 2011)

 







domingo, 28 de agosto de 2011

SIN DISTANCIA NO HAY PARAÍSO

                No hagamos imágenes, hagamos planos
                                                                   Serge Daney

Hace unos años apareció en la revista argentina Otra Parte un ensayo, hasta entonces inédito en castellano, de Jacques Rancière titulado La Política de la Estética que en su origen fue una conferencia pronunciada en el 2003 en la universidad de Aarhus, en Dinamarca(1). En dicha conferencia, o texto escrito, Rancière nos recuerda muy oportunamente que “el arte no es que sea político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad y la política. Tampoco por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades sociales. Pero sí es político en virtud de la distancia misma que toma respecto de esas funciones” (el subrayado es nuestro). La complejidad conceptual de esta última frase nos sitúa en una encrucijada de caminos, vías y posibilidades, que nos obliga a una huída hacia delante, a un rebasamiento de la retórica estética por su propia dinámica expansiva. La riqueza interpretativa de la frase nos emplaza, entre otras muchas alternativas, a pensar (una vez más) la crisis de los sistemas representativos de lo social, esencialmente por vía del paroxismo visual provocado por su propia abundancia y generosidad – su exceso de visibilidad – como el causante del desplazamiento de la cualidad autorial del artista en tanto que único responsable de su acción, de su delito, en beneficio de una mayor interrelación con las fuerzas económico/productívas que regulan y pautan la recepción social de todo discurso estético. Por supuesto, la idea de que “a más distancia del objeto o situación enfocada, más política” es propia y natural de un pensador como Rancière, heredero directo de los filósofos de la sospecha, la tríada Nietzsche/Marx/Freud, pero también, cómo no, de los dos más admirables e inteligentes interpretes de esos tres titanes del pensamiento, Walter Benjamín y Bertolt Brech. En efecto, hay que alejarse lo más posible de los discursos sujetos a la onda expansiva y referencial de su propia órbita o sistema. Alejarse, sí, para mejor focalizar.

         Aceptar, no indiscriminadamente pero sí con la suficiente consideración y justo interés, que es político aquello que se distancia de sus propias estructuras socio económicas y culturales que dice representar, nos llevaría, en esencia, a una dramática reconsideración de lo que hasta ahora hemos tenido a bien considerar como producción estética, si no política, al menos comprometida. Dicha producción vendría significada por la estrechísima relación, cero distancia, escala 1:1, con el propio objeto de su atención y deseo. Según Rancière ello sería el perfecto ejemplo de un arte político fracasado, incapaz de alejarse, o de poner la justa y necesaria distancia para una cabal comprensión del análisis o situación analizada, aproximándose así (más de lo que el propio Rancière hubiera deseado) a la desoladora obertura con que Adorno inicia su Teoría Estética: El arte es promesa de felicidad, pero promesa quebrada. No es otra la razón argumentada por Asier Mendizábal en la magnífica exposición (sin espacio aquí para un mayor y merecido análisis de la misma) recién clausurada en Reina, y tan mal comprendida por la crítica de diarios, donde el artista vasco ha creado un sofisticado ejercicio de distanciación brechtiano con mimbres tan peligrosos como los derivados del establecimiento dialéctico entre razón sentimental (o nacionalista) versus razón instrumental (o política).

          Pero bien sabemos que “lo político” rechaza radicalmente la idea pequeño burguesa de “felicidad” (siquiera la humilde y modesta felicidad visual) dejando toda su energía y ambición para atrapar la inalcanzable Utopía, lugar que no existe. Fatalmente habituados a contemplar la producción estética como una tautología de nuestra propia condición humana nos hemos olvidado que los gestos referenciales y culturales deben ser siempre cambiados por signos interpretativos. Como buen cínico griego Peter Sloterdijk resume de esta forma admirable tan triste panorama:” Las definiciones de la realidad son formuladas por la ontología de la pobreza”(2).

         Pero Rancière no es el primero en interesarse por la distancia correcta. Un compatriota suyo, Paul Valèry, durante el periodo de entreguerras, señalizó “la necesidad de que entre productor y consumidor haya algo irreductible entre ellos, que no haya comunicación directa, y que la obra, el médium, no le aporte a la persona que contempla la obra nada que pueda reducirse a una idea de la persona o el pensamiento del autor”(3). Conociendo la poesía del brillante (y gélido) autor de El Cementerio Marino debería servirnos para aceptar que la tesis de Valèry es de una lógica aplastante con el ideario estético del autor. Si a eso le añadimos que el ensayo Pièces sur l’art (donde aparece la referencia citada) fue publicado en la convulsa Europa de 1.934 nada nos costaría admitir de la necesidad de una bendita distancia ante el fragor del ruido y la furia de una Europa que ya se miraba en el abismo más terrible y deshumanizado. Por nuestra parte realizamos ahora una traducción libre de la idea de Valèry, si bien con la ayuda inestimable de un no-artista tan magnífico y necesario (cada día más) como Isidoro Valcárcel Medina.

         Durante el último trimestre del pasado año se celebró en el CA2M de Móstoles la exposición colectiva Antes que Todo, y en la cual participaba Valcárcel Medina. La obra del artista murciano consistía, creo recordar que como única pieza, en unas fotocopias de una conferencia dictada por el artista en 1.997, y colocadas en la exposición para que el espectador interesado hiciera buen uso de ellas. Es decir, para que leyera la conferencia escrita, o los fragmentos allí reproducidos. El rótulo de la ponencia era El espectador suspenso, título que se adelanta en más de diez años a Le spectateur émancipé de Rancière, su ensayo más conocido en España. El inteligente y divertido delirio que es la conferencia de Valcárcel Medina está trufada toda ella de auténticas perlas. En nuestro propio interés nos vamos a quedar con este apunte. Dice así. “Mucho más público que antes va a las manifestaciones artísticas, pero no lo hace por motivos artísticos. Creo que ahí está el resumen de lo que quiero decir. Y según eso, ¿qué pasa? ¿está cerca o lejos? Probablemente, un sociólogo diga que está acercándose, pero un artista dirá que está alejándose. Si admitimos que el espectador existe, y que existe para dar fe del arte, ¿qué ocurre si el arte que existe es falso? Pues, sencillamente, que si el espectador se diera cuenta de ello y actuara en consecuencia, entonces él se convertiría en verdadero. Arte falso puede generar espectador verdadero, porque arte verdadero implica espectador falso. En cualquier caso enorme distancia entre ellos”. Importante aclaración: para Valcárcel Medina el arte “honesto y bueno” no necesita de ningún espectador (en todo caso sería un falso espectador, innecesario en suma), correspondiendo al arte falso y malo la creación (paradójica) de la figura del espectador bueno y honesto (espectador verdadero, en definitiva, dado que desenmascara la falsía de lo que está contemplando). Finaliza Valcárcel Medina, en una apoteosis sin piedad alguna: “El tinglado cultural de la era de la era de la información ha confeccionado un apaño muy aparente (quiero decir: bien presentado… y fatuo por naturaleza), según el cual nunca ha sido menor la distancia entre arte y espectador. Gracias a este aparente montaje en el que todo es perifollo, los artistas tienen que espantarse de encima a los espectadores”.

        Valcárcel Medina lamenta, en efecto, la banal promiscuidad entre arte y espectador, añorando una educada distancia entre ambos, y en sintonía con el discurso precedente de Valéry y el contemporáneo de Rancière. De hecho la no-distancia es una forma inteligente de contribuir a la brillante e inmensa ceremonia de la confusión en el que está encenegada la creación plástica contemporánea. Ni el arte comprometido o político es tal, ni su opuesto una segura cartuja al resguardo de las inclemencias de una sociedad esclavizada por su propia neurosis. En arte casi nunca hay política, aunque siempre hay formas de poder. Sería interesante no confundir ni confundirnos.

         ¿Saben el chiste de los puercos espines? Sí, ese que dice que, ante las gélidas temperaturas del lugar, un grupo de puercos espines deciden unirse entre ellos para sí darse calor y cobijo mutuamente. Casi al instante comprobaron que, al no poder ir en contra de su propia naturaleza, soportar el frío era más llevadero, y consiguientemente bla,bla,bla… El final es previsible, el paraíso estaba en mantener la distancia correcta.


Luis Francisco Pérez

(1)   Otra Parte, número 9, primavera del 2.006, Buenos Aires
(2)   Peter Sloterdijk, Esferas III: Espumas, Editorial Siruela, Barcelona 2.005
(3)   Paul Valèry, Piezas sobre Arte, Editorial Visor, Madrid 1.999


(Este texto apareció originalmente en SalonKritik el 15 Mayo del 2011)







sábado, 27 de agosto de 2011

EXTRAS, Javier Ayarza - Galería Fúcares, Madrid


"S/T (EXTRAS); 2009/2011, Cortesía Galería Fúcares

"S/T (EXTRAS), 2009/2011, Cortesía Galería Fúcares
        
         La investigación llevada a cabo por Javier Ayarza en los últimos años ha tenido a la fotografía como esencial herramienta para la construcción (fijación) de un muy concreto territorio afectivo, sentimental y cultural, donde el paisaje era el catalizador que reunía en una sola gavilla los tres elementos que configuraban el discurso moral de su propia mirada con respecto a ese territorio, y donde realidad y ficción intercambian su verdad y su mentira sin por ello perder sus propias cualidades. Esos tres elementos, queremos decir, serían la geografía, la historia y la memoria. Paisaje y naturaleza estos, insistimos, tan reales como inventados. Una especie del condado de Yoknapatawpha de Faulkner pero situado en las llanuras altas de la Tierra de Campos, si bien, puestos a referenciar, no deberíamos alejarnos tanto. El paisaje, tal como hasta ahora ha sido visto por Javier Ayarza, bien podemos definirlo con el mismo título que un gran poeta nacido muy cerca de la Palencia de Javier Ayarza, el zamorano Claudio Rodríguez, dio a su primer libro de poemas, Don de la ebriedad, sin discusión una de las cimas de la poesía española del siglo veinte.
         La introducción de la figura humana en la última serie de fotografías presentada por Ayarza, Extras, en absoluto debería llevarnos a considerarla como una rareza dentro de su obra, ni siquiera como una alteración formal dentro de la propia “tradición paisajística” frecuentada por el autor, pues en definitiva la novedad en sí misma radicaría únicamente en la contemplación de un “paisaje de fondo con figura” pero manteniendo unas constantes formales muy fieles al ideario estético (y moral) practicado por Javier Ayarza durante las dos últimas décadas. Ahora bien, es precisamente la inclusión de esa figura(s) en el paisaje lo que garantiza su continuidad estilística (paisanaje), pero a su vez el elemento distorsionador – L`agent Provocateur- que altera el orden y la consideración visual de la fotografía, hasta el punto de que la diferencia de esta serie con respecto a otras anteriores no sería otra, y eso es mucho, que la posición con que el autor obliga al espectador en su contemplación. Digámoslo ya: Javier Ayarza con Extras nos emplaza a ver una película. Con esto queremos decir que esa contemplación de un film estático solo sería posible si con ello pensamos a su vez, importantísimo, en la cualidad moral del travelling o en la alteración espacio temporal provocada por la elipsis en toda narración cinematográfica, pero también en el “fuera de campo” o en aquello que debe ser visto, o intuido, o escondido, o manipulado, o real o ficticio. No son pocas, en efecto, las novedades que con esta magnífica serie nos ofrece Ayarza sin pensamos que el autor, muy fiel a sí mismo, sigue investigando en la tradición paisajística.
         Un pueblo castellano sin determinar cegado por el sol y el don de la ebriedad ejerciendo la noble y sencilla holganza durante las fiestas patronales. En ese entorno de humilde urbanismo los habitantes del pueblo van y vienen en grupos de dos, tres, cinco o el pueblo entero; se saludan, se encuentran, se festejan, se paran o siguen andando. Se muestran a la cámara de frente y también de espaldas. Nada más. Este es el sencillo storyboard que Javier Ayarza ha creado para poder “filmar” Extras. Que la propia ordenación de la serie se haya llevado a cabo por medio de la utilización de la cuadrícula vendría confirmar la eficacia del storyboard como elemento constituyente de una serie que aspira a una consideración visual otra de la imagen fotográfica, donde a excepción quizá de la imagen documental rara vez la fotografía nos invita, o nos provoca, a prolongar el tiempo de su propia narratividad, como sí ocurre, por supuesto, en el tiempo narrativo utilizado en el cine. En Extras se secuencia el tiempo a través de una cuadrícula que provoca la gesticulación fija (que no inamovible, valga la paradoja) de esos falsos actores que o bien nos miran (pero no a cámara), o bien rechazan la dialéctica que se establece con la mirada del espectador. Extras es un largo travelling, pero si bien, técnicamente, se sabe muy bien lo que es un travelling, el tema se complica mucho desde que Godard lo definió como una “cuestión moral”, sin dar mayores explicaciones, en su momento, sobre lo que en realidad quería decir al respecto. Probablemente el mejor desarrollo de esa enigmática afirmación corresponde al más inteligente crítico de cine que ha habido desde finales de los sesenta hasta su muerte, de sida, en 1994. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Serge Daney. Al respecto, Daney, menos críptico que Godard, nos dice interrogando: “¿Qué otro sentido podría tener la frase de Godard sino es el de que no hay que ponerse nunca donde no se está, ni hablar en el lugar de los demás?”. El largo travelling llevado a cabo por Javier Ayarza en Extras invita a una consideración moral de la imagen en tanto que estructura que soporta el peso ideológico de lo Real. De ahí la cámara invisible (tan respetuosa con el paisaje humano, con el paisaje, tout court) que ha fijado (filmándolo) este generoso travelling dotado de una decencia estética admirable. En un momento como el actual donde los artistas, se podría decir,  únicamente quieren filmar y rodar hay algo en Extras de sofisticada y perversa lección (que no venganza) con respecto a tan obsesiva fijación. Javier Ayarza nos demuestra que hay otras formas de filmar, otras maneras de hacer una “película de artista”. Basta el talento y poseer el don de la ebriedad, de la inteligencia, de la moral en la práctica artística. No es poco, lo reconocemos.









 




        

martes, 16 de agosto de 2011

POSTMORTEM, Joan Morey

¿Debemos escribir sobre una exposición que para calibrarla en su más justa (y honesta) medida antes habríamos de haber asistido a las sucesivas perfomances que a lo largo de tres meses irán pautando y señalizando los vectores estéticos y conceptuales que el artista, Joan Morey, así lo ha deseado, para de esta manera crear un espacio de interrogación en torno a la compleja (por no decir perversa) relación que el arte contemporáneo ha establecido entre visión y recepción, acción expresiva y teoría estética, semántica de la acción e interpretación silenciosa de esa misma acción, superficie y bajo fondo, decir e intención real de ese decir? En buena lógica profesional habría que responder que no, que lo correcto sería no emitir opinión alguna en ningún sentido, dado que de hecho la exposición no se ha visto en su totalidad, en su discurrir en el tiempo. Ahora bien, además de la lógica profesional también se puede apelar a una lógica, si no estética, sí al menos deudora de la idea de que toda escritura de arte es, de hecho, una escritura más sobra la falta, la ausencia y la herida, de aquello que se pretende mostrar, que una significación filológica sobre unos hechos estéticos concretos. Expresado de manera diversa: la exposición que actualmente presenta Joan Morey en el CASM es, entre otras muchas cosas que intentaremos focalizar, un discurso sobre la falacia de pretender una significación interpretativa, si quiera mínima o bien intencionada, sobre el  “decir en arte”. De ahí que consideremos oportuno, a partir de esta “dialéctica negativa”, intentar aproximarnos a una muestra que lo único que de ella hemos visualizado ha sido la escuálida carcasa representacional de lo que el artista ha querido decir, o dirá en las sucesivas entregas preformativas que se desarrollarán en el  no-tiempo de exposición.

Un gigantesco féretro blanco de altas paredes ocupa el espacio central del CASM. Féretro, en efecto, (POSTMORTEM, es el apropiado título de la exposición), pero sobre todo arena de acción y señalización, donde Morey  lleva acabo las sucesivas perfomances, siempre con espectadores vestidos de negro que han sido convocados bien por invitación personal del artista, bien por cita previa ante el real interés del espectador por acudir al evento. Rodeando a ese féretro, a esa arena del imposible decir, encontramos distribuidos por el espacio seis o siete monitores que, paulatinamente, irán incorporando, visualmente, luego de la propia acción de la perfomance, ese decir otro (visual y proyectivo) tan radicalmente diferente a la conjunción de tiempo y espacio propio de la perfomance. Otro discurso, otra intención. Primero de los inteligentes quiebros y regates de que consta POSTMORTEM.

¿Qué pretende el artista con esta exposición? ¿Negar, o dar por finalizada, la visibilidad extrema de la obra realizada en los últimos años, travestido bajo las siglas de STP (Soy tu puta)? ¿Un cínico acto de “descargo de conciencia”? ¿Establecer una tabula rasa con respecto a la promiscuidad de antaño entre diferentes alternativas estéticas, siendo el fértil matrimonio de arte / moda el más frecuentado por Morey de entre todos esos recursos utilizados? ¿Desplazar el interés mediático hacia un territorio de seriedad metafísica y anuncio de nuevos intenciones? La respuesta a estas interrogaciones sería (como no podía ser menos) tan ambivalente como tramposa: sí y no. Pero al primero que no le gusta esta posibilidad es a quien escribe esta crónica, dado que (en lógica profesional, insistimos) no debería otorgar juicio alguno pues desconozco la parte mollar de la exposición; a su vez, y situándonos en la  lógica estética, la muestra de Morey  demanda, paradójicamente, la emisión de un juicio otro en base, precisamente, a lo que no se ha visto, ni podrá verse jamás aún asistiendo a todas las perfomances programadas, pues de hecho lo mejor, lo más inteligente y noble de POSTMORTEM es la extraordinaria capacidad del artista para crear un complejo discurso sobre la vita finita, sobre las falsas expectativas de la visión como redención de lo creado, sobre la falacia de una “crítica honesta”, sobre la ingenua ilusión de un reconocimiento en la representación, sobre la vida, el aburrimiento y la muerte. Ojalá, todas las exposiciones que uno viera le motivaran para escribir, aún si ver nada, sobre el absurdo, precisamente, del hecho mismo de escribir sobre arte.


(Este texto se escribió con motivo de la exposición que Joan Morey celebró en el Centro de Arte Santa Mónica, en Barcelona, durante diciembre del 2006 y febrero del siguiente año. Hoy, 16 de Agosto del 2011, ha aparecido una fotografía de Jean Paul Gaultier y Lady Gaga en el diario El País vestidos, respectivamente de cura y monja. Ver la imagen de ambos y pensar que estamos a la espera de la gozosa llegada del Santo Padre me hizo recordar instantáneamente aquella magnífica exposición de Joan Morey. Debido al calor de este agosto infernal en Madrid renuncio a analizar con más rigor y empeño el porqué de tan peculiar asociación de personajes. En última instancia considero que la subida de este escrito al blog  lleva como única y honesta razón la admiración que profeso hacia la obra de Joan Morey.)

domingo, 7 de agosto de 2011

LA BARBARIE NO ES LO CONTRARIO DE LA CULTURA

          La muy famosa frase inicial con que Adorno abre su monumental Teoría Estética –Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia- podría ser igual de válida, si bien más perturbadora, si cambiáramos “arte” por “cultura”, siempre y cuando, y aquí radica lo  conflictivo del asunto, estemos dispuestos a aceptar (tarea nada fácil) que lo que entendemos por cultura ni siquiera tenga derecho a la existencia. Pero no convengamos en fáciles cataclismo emocionales. Lo que nos está diciendo Adorno con respecto al arte –una boutade, al fin y al cabo, y de esas el gran teórico musical y muy mediocre músico tenía unas cuantas- posee en realidad otro significado, u otra cosa bien distinta pretende decirnos: Adorno no duda tanto (¡Mein Gott!) del derecho a la existencia del arte (cultura) pero sí con respecto a la obligación  de que toda manifestación artística o cultural deba ser representada.

         Thomas Mann, en Doktor Faustus, hace decir a su personaje de ficción Adrian Leverkühn (trasunto, según algunos comentaristas, de Arnold Schönberg; y según otros, cotilleo inofensivo propio de una tan apacible como nostálgica merienda entre exiliados alemanes en California) las siguientes palabras. “se habla demasiado de cultura en nuestra época para que sea verdaderamente una época de cultura. La barbarie no es lo contrario de la cultura, sino que se encuentra dentro de la jerarquía de pensamiento que ésta nos propone. Fuera de este sistema de pensamiento, lo contrario puede ser muy diferente y aún no ser ni contrario”.

         Los trágicos acontecimientos ocurridos hace muy pocos días en Oslo vienen a refrendar tristemente las lúcidas palabras del Doktor Faustus creado por Mann. Empezando por el primer ministro noruego (responderemos con más democracia, con más cultura, con más amor…) y acabando en las editoriales periodísticas de todo el mundo (o casi, no nos engañemos) el asombro y la incredulidad ante lo acaecido han sido unánimes. ¡Noruega, la culta y civilizada patria de Munch y Grieg, de Vigeland e Ibsen, y hasta del muy fascista y filo nazi Hamsum (gran escritor, cierto, lo hemos de reconocer mal que nos pese…), y también de Liv Ullmann, pobre, magnífica actriz, ha sido el escenario de esta barbarie! O son muy ingenuos o son muy ignorantes, pero en ambos presupuestos no han leído el Doktor Faustus: la barbarie no es lo contrario de la cultura. Unánimes han sido también las voces que, muy prestas en la aclaración, han insistido en la singularidad, unicidad, de tan terrible acto: un triste sujeto solitario que no mancha la inmaculada hoja de servicios de una nación (Noruega) y de una zona geográfica (Escandinavia) y un continente (Europa) que con tanta fuerza y pasión defienden los valores de la cultura occidental; un supurante absceso que no contagiará con su dañino veneno los sólidos cimientos de la cultura cristiana. Ha sido “uno”, como el maravilloso tango de Mores y Discépolo, solamente Uno. Un mal grano en un desierto de bondad, se diría. Lástima que no seamos tan generosos en la aclaración cuando un comando yihadista comete la misma horrible matanza. El comentario también es unánime: ellos (todos) son así, incapaces de entender las estructuras de democrática convivencia que nosotros sí poseemos, ellos no han tenido ningún Renacimiento, su resentimiento es infinito y será eterno.

          El sujeto en cuestión se llama Anders Behring Breivik y es el perfecto ejemplo de lo, culturalmente, se ha definido como raza aria. Autor, además, de una especie de manifiesto de 1.500 páginas -su publicación, sospecho, se llevara a cabo más pronto que tarde, como más pronto que tarde en las redes sociales se crearán grupos de apoyo a su figura y carácter, por no decir de la fabricación en serie de una especie de madelman que, telescopio en ristre tal como lo hemos visto fotografiado, nos defienda del Mal. En dicho manifiesto  realiza una férrea defensa de lo que él entiende como los valores de la cultura occidental; cultura, según algunos párrafos que han dejado publicitar el gobierno y la policía noruegos, que se encuentra “en manos de las mujeres y los marxistas”, las primeras causantes “de la feminización de Europa”, y los segundos “de su ruina y decadencia actuales”. No quiero ni pensar lo que habrá escrito de lo que opina sobre la proliferación de los días del orgullo gay que se celebran en toda Europa. Ese siniestro manifiesto, lo muy poco que de él ha salido al exterior, se diría una pedestre y vulgar copia del famoso ensayo de Otto Weininger, Sexo y Carácter, escrito en la Viena finisecular por un judío que odiaba su propia condición racial y furibundo misógino que detestaba a la mujer en tanto que propagadora y mal educadora de la especie. Por supuesto, desconozco si Breivik ha leído o posee referencias del ensayo de Weininger, lo que sí me atrevo a confirmar que Breivik, aunque no haya leído el Doktor Faustus de Mann, si sabe, ya lo creo que lo sabe si bien perversamente, que la barbarie no es lo contrario de la cultura.

          Por supuesto que estamos de acuerdo con el primer ministro noruego (responderemos con más democracia, con más cultura, con más amor…), pero los que nos dedicamos a la producción artística del presente (tanto hacedores como comentaristas de lo que crean los hacedores) debemos responder con más guerra, propio de la situación en la que nos encontramos. La producción estética del presente únicamente puede ser guerra. Situarse fuera de este “sistema de pensamiento”, aún como noble denuncia, implica no ya el ser algo muy diferente, sino, efectivamente, lo contrario de lo que se pretende. De ello también era muy consciente Thomas Bernhard cuando decía que en arte hay que aspirar siempre a ejecutar las Variaciones Goldberg tal y como las tocaba Glenn Gould, pura guerra. De no ser así, ninguna otra ejecución valdría la pena. Seríamos por siempre unos malogrados. O peor aún: unos simples representadores, eso que tanto odiaba Adorno.

(Este texto se publicó originalmente en SalonKritik el domingo 31 de Julio del 2011)

miércoles, 3 de agosto de 2011

Estética de lo peor - José Luis Pardo


El último ensayo publicado por el profesor y filósofo José Luis Pardo, Estética de lo peor, es una compilación de escritos aparecidos con anterioridad en diferentes medios de prensa, catálogos de exposiciones, o revistas especializadas, en un arco temporal que abarca desde 1997 al 2008. Toda compilación de textos, es decir: allegar o reunir en un solo cuerpo de obra documentos ya editados, posee una cualidad admirable que no es otra que la relectura –en el caso, obvio, que se siga a ese autor- de una parte de su obra leída bajo una cierta doble condición de aleatoriedad y eventualidad. Es más, por mucho que nos interese un autor difícilmente tendremos acceso a la totalidad de lo por él publicado. Razón esencial ésta en el caso que nos ocupa, pues José Luis Pardo, afortunadamente, escribe y publica con alegre, solvente  y dinámica frecuencia.

          Estética de lo peor reúne una selección de 15 textos (ninguno de ellos inédito) que si bien están agrupados por bloques temáticos (desconocemos si por deseo del autor o de los editores: poco importa), dichos bloque facilitan menos la lectura -dado que la redireccionan no siempre en el sentido más apropiado- que si optamos por un “ir saltando” entre los textos, bien por un mutuo interés entre el autor y el lector por determinado asunto tratado, bien por una concreta orientación intelectual o ideológica ante los temas debatidos, o incluso, por supuesto, por un decidido rechazo ante un concreto análisis o interpretación de una manifestación estética cualquiera o un determinado apunte sociológico. Si bien es difícil encontrar en Estética de lo peor un decidido centro ante el cual basculan o gravitan todo los textos presentados, no es menos cierto que la propia fragmentariedad que el volumen destila ayuda a entender más y mejor algunos de los argumentos intelectuales esgrimidos por José Luis Pardo durante la última década, y entre los cuales la “fragmentación” –del arte y la vida contemporáneos o de la fragilidad del cuerpo dentro de ese escenario de ruptura, entre otros- ocupa dentro de su ideario estético un lugar de centralidad tan esencial como admirable.

          Que en un corpus de quince ensayos más de diez posean una grandeza intelectual innegable nos ofrece una imagen concluyente de la tan inteligente como feliz idea de agrupar estos escritos, y más allá de los consabidos oportunismos o estrategias de marketing propio de las editoriales. Dado que, tal como ya hemos apuntado, el volumen carece de un centro unitario, lo más efectivo es focalizar aquellos textos que por sí solos ya ejercen una función solar, y ante el cual las ideas giran fragmentadas dentro y fuera de su órbita. Así el apartado titulado Un amigo americano donde utilizando como pretexto el análisis de la película de Cronenberg, Crash (y no únicamente este film), como también de El amigo americano, de Wenders, José Luis Pardo, en realidad, nos está ofreciendo sendos y muy brillantes análisis de cuestiones más cercanas a la metafísica como la expiación y la culpa. En el apartado Algésicos comprimidos (textos sobre artistas) sobresale el análisis dedicado a la obra de Ramón Gaya, donde al autor utilizando una retórica intelectual muy brillante no siempre convence en su deseo (un tanto obsesivo) de hacernos creer que Gaya es un artista vanguardista, pero lo que sí logra Pardo con este ensayo (y no es poco) es replantearnos (una vez más), y más allá del interés o aprecio por Gaya, los siempre escurridizos como cambiantes conceptos de “tradición”, “vanguardia” o “contemporaneidad”. Pero en nuestra opinión los dos mejores apartados de que consta el libros son los dos primeros, Ensayos sobre la falta de oficio y Cómo se llega a ser artista contemporáneo, ambos con seis escritos en total, y en los cuales José Luis Pardo, utilizando un sabio dispositivo de “inteligencia humorística” nos ofrece algunos de los más altos ejemplos de especulación teórica y estética que se producen en nuestro país.